Mal Hijo
Francisco Gómez
Si yo creyese en el Pantocrator con la mano extendida y preparado para soltarte una hostia a la mínima que te desviases de su rumbo, ahora mismo estaría temblando por la salvación de mi vida y alma por haber cometido una de las peores traiciones que un hombre puede cometer en el transcurso de sus días. Desde la punta del dedo gordo hasta el último cabello de mi pelo estarían angustiados por el agravio cometido, que el Hacedor observante anotaría en mi lista de despropósitos y recitaría delante de San Pedro en la última hora. La suerte estaría echada y mi destino condenado a los más crueles laberintos del averno.
PIenso en esa imagen histórica que recrea una de las más altas traiciones cometidas en los anales de humano mundo, cuando Julio César cayó vilmente acuchillado y asesinado por los supuestos suyos a las puertas del Senado y lanzó la lapidaria, terrible frase que corta la conciencia: "¿Tú también, Bruto, hijo mío?
Deshonrar la confianza de un padre por su propio hijo es una de las mayores indignidades que un hombre puede cometer y yo la he cometido. Ya no sé si puedo concederme la etiqueta de hombre humano o esperar que mi nombre lo pisoteen los perros a la salida de sus guaridas. Mi alma está en dudas aunque pensara, pensáramos que hicimos lo mejor para él, para todos, egoístamente para este maldito traidor que ha fallado a la lealtad debida a su padre.
Si yo creyese en un Dios amoroso, comprensivo, inteligente, iría a pedirle que me dejase descansar el regazo sobre sus rodillas y pedirle hondas disculpas por los despropósitos cometidos. Y pedirle comprensión y bálsamo para mis cavilaciones que ensombrecen mis galerías. Y quizás Él, como uno quisiera, me dedicaría una sonrisa y diría: Vete en paz. ¿Estos te han castigado? Yo tampoco.
He tenido que dejar a mi padre y a su pareja hace escasas fechas en una residencia para que los cuiden y los atiendan mejor de lo que uno es capaz de hacerlo. Los dos enfermos de Alzheimer. Y se ha abierto una herida por la que supura sangre sospechosa de falta de amor y traición a mi progenitor. Si yo estuviese enfermo y él con sus facultades intactas, él no me habría abandonado y yo lo he expulsado de su casa porque sentía que era incapaz de cuidarlo, tratarlo como él se merece.
Le engañé vilmente cuando le dije que lo llevábamos al médico, al sintrom, cuando en realidad los pasos de nuestros caballos se dirigían a la residencia donde viven personas, que como ellos, han llegado al casi final del camino, a la última revuelta de la senda.
Nunca pensé que llegaría esta hora, que tuviera que dejar a mi padre en un sitio así, como aparcado del ritmo de la sociedad, como confinado en un espacio protector del tráfago de los días y las competencias, con personas que igual que él ven cómo declinan sus posibilidades. Nunca pensé que le traicionaría y le dejaría en un lugar donde a mí no me gustará estar si también llego a viejo, pero donde tengo muchas papeletas para quedarme tal como discurren las vías de mi vida.
He buscado su cuidado y protección en presencias cercanas. En un lugar donde le atienden, le cuidan y yo me acerco para ofrecerle mi cariño y mi presencia. Mi daga nunca acuchillará por la espalda al autor de mis días. No seré un Bruto cualquiera, un maldito traidor que abandona y se olvida para siempre. Quizás sea una forma como otra cualquiera de mitigar el grito de mi conciencia y sentir que puedo descansar en mi desolación. Cuando veo que mi padre me mira con sus ojos todo amor y no echa cuentas de mis culpas, el cielo se aclara con jirones azules y mis pies creen que aún son dignos de pisar el duro suelo que vivimos. Aunque tu hijo te haya traicionado, tu hijo indigno te sigue queriendo.