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ISSN 1989-4163

NUMERO 58 - DICIEMBRE 2014

Chat Noir

Cayetano Esparafucille

Al entrar en el flamante nuevo apartamento de mi divorciado hermano lo primero que se ve es la reproducción de un cartel dibujado originalmente por Tolousse-Lautrec para un cabaret de Paris del diecinueve conocido como el Chat Noir.

-Mi Chat Noir –dijo mi hermano.

Y lo dijo como si aquel fuera un amuleto que bendecía su nuevo piso. Como si la suerte fuera a acompañarle por tener ese “chat noir” colgado de la pared.

Siete años antes, el recuerdo de pequeños cuando íbamos a la playa en familia vino a mi mente en el mismo punto de la carretera en el que sabíamos que empinándonos un poco en el asiento de atrás podíamos ser los primeros en ver el mar.

-A ver quién ve primero el mar.

Nos decía papa y los tres nos empujábamos y, casi a la vez, gritábamos que lo habíamos visto.

Recordé aquellos momentos mientras pasaba con mi coche por ese mismo lugar. A mi lado ella (una mujer, una mujer cualquiera aunque la recuerdo, sé cómo se llamaba y como decía las cosas pero se quedó para mí en una mujer más, así como yo quede para ella como otro hombre). Le contaba aquellos tiempos con mi familia y la anécdota de la curva y el mar. Habíamos pasado la rotonda que viene luego y entrábamos en el pueblo, embargado en una extrema felicidad por la evocación, por el día de playa, por volver a aquel lugar tan cercano a mí mismo, por la compañía fácil y hermosa, por la libertad que me daba mi nueva posición social y monetaria, y esos días libres por delante.

Tuve que frenar de improviso. No violentamente pero sí puse a prueba mis reflejos.

-Es solo un gato –dijo ella riendo inocentemente.

El gato cruzó con esa parsimonia y lentitud que los caracteriza, felina, sus ojos verdes parecían querer comunicarme algo pero no fueron sus ojos los que me transmitieron el mensaje, fue el color de su pelaje y el hecho mismo de cruzarse de forma tan inesperada, tan azarosa, tan evidente, por delante de mí. Ella no comprendía nada. Pero el mensaje estaba ahí para el que lo quisiera o pudiera ver.

-Qué te pasa. Es solo un gato.

Volvió a repetir ella con tono que ya me resultaba inocentemente estúpido. Todo se me apareció nítido, transparente. Se había acabado la racha. Se acabó el éxito, lo fácil, la vida plena, los méritos, todo lo conseguido a través de esa gran mentira de “el hecho a mí mismo”.

Acababa de empezar la parte dura, la escalada, el fracaso, las lágrimas, la incomprensión, el lado oculto de la luna, el aterrizaje al mundo real, la profunda y verdadera realidad.

Fue un instante pero lo comprendí de forma clara. Todo se había acabado.

No fue un falso presentimiento. Fue tan real como que estaba en casa de mi hermano, recién divorciado, frente a un retrato del gato negro que se me cruzó en la playa siete años antes.

Hacía unos días que todo parecía irme mejor. Había conseguido al menos, salir de casa. Un sentimiento nuevo de asunción y renacimiento parecía apoderarse de mí.

Ante el cartel del gato de mirada fija y pelaje negro me quedé petrificado, pensando si el hecho de que apareciera el cartel delante de mí era lo mismo que se me cruzara en el sutil lenguaje de los supersticiosos, que si el dibujo de un gato negro era lo mismo que un gato negro de verdad.

En silencio, delante del maldito Chat Noir, me pregunté si de nuevo lo que se me estaba anunciando eran otros siete años de realidad, de desgracia, de realismo trágico.

 

 

 

 

Chat noir

 

 

 

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