Sopas con Ondas
Victoria Salvador
dar ~s con honda alguien o algo a otra persona o cosa.
1. loc. verb. coloq. Mostrar una superioridad abrumadora sobre ella.
Real Academia Española
Mi primer Premios Ondas. Suena como un juguete de los que Feber comercializaba en los 80 para instar a los niños a realizar su incursión iniciática en alguna actividad rotundamente adulta. Sí, me sentí rotundamente feberizada al recibir la invitación con mi nombre de la Cadena SER para asistir a mi bautizo Ondino.
Sólo por el mero hecho de entrar también por vez primera -¡qué novata soy en esto de las elites!- en el Liceu de Barcelona, templo de la alta sociedad y rey de los incendios, ya me valía la pena el viaje en taxi hasta las Ramblas. Probar el terciopelo grana de sus asientos aunque fuera en el gallinero, sentir la voluptuosidad de su acústica y fotografiarme en uno de los espejos del foyer significaba ya algo ganado a la mediocridad impuesta a los mindundis , colectivo al que siempre he pertenecido por no tener linaje ni posibles.
No sabía lo que me iba a encontrar. ¿Un show largo y aburrido de autocomplacencia radiotelevisiva? ¿Un vacío de glam & glitter & famoseo en el que sentirme desubicada? Mi entrada tardía, cuando la mayoría de celebrities había ya sobado el photocall y tuve que contentarme con plasmar algunos traseros que a su vez complacían a medios y fans, me dejó sin encontronazos de nivel para retransmitir. Mi asiento en el tercer piso a la izquierda según entras no prometía ni una buena visión del escenario ni visibilidad personal: los que mandan y los que importan, como es obvio, estaban todos ricamente aposentados en platea. Aunque, como bien dice el refrán, no hay mal que por bien no venga: la parte del escenario que sí veía era el rincón que no sale en la tele, en el que los operarios mueven pianos sobre ruedas y visten trajes de Catwoman. Interesante.
¿Y los premiados? Ah, los premiados. Me hallaba presenciando la fiesta anual –qué digo, el 60 aniversario de la fiesta anual- del gremio de la radio y la televisión de este país, y yo, periodistilla del tres al cuarto, curtida en batallas underground y sin remunerar, tenía la venia para echar un vistazo y saborear qué se siente a unos metros del éxito. Y ahí es donde me perdí. El espíritu de la catarsis vino a mi encuentro, fui conquistada por el sentimiento engañoso y voluble de pertenecer , por mucho que sólo fuera unos instantes, y aplaudí, jaleé y vibré con MIS COMPAÑEROS DE PROFESIÓN. Aunque sean conocidos y yo no, aunque sus sueldos multipliquen n-veces el mío, aunque su capacidad de influencia sea manifiesta y yo sea feliz con 100 seguidores en Twitter. ¡Qué sensación ser partícipe de los logros de Jordi Évole, Julia Otero, El Gran Wyoming y del mejor, sin duda: Iñaki Gabilondo, con su voz de dicción impecable y pausas de proporción áurea…! (Disculpen ustedes el atrevimiento.)
No obstante, a pesar de la abducción, mi pensamiento crítico asomó tímidamente pero a paso certero por la rendija que dejó abierta la subyugación temporal de mis neuronas. Me pregunté por qué la gala entera fue un nada disimulado charm attack de los mediáticos a Cataluña, por qué se entonaron esos cantos de amor hacia un rincón de tierra pequeño pero matón, sólo porque el altavoz era una fiesta teñida de simpatías izquierdistas con el lema “vamos-a-demostrar-que-nosotros-sí-que-amamos-a-Cataluña-ahora-que-los-otros-la-andan-demonizando”. Y porqué esos aplausos del público catalán, ese “quiéreme aunque me duela”, esa necesidad de ser amado y aceptado, como el rarito de la clase que de mayor monta un grupo y se convierte en ídolo de masas (we love you, Morrissey). Sin simpatizar con los nacionalismos, ni de aquí ni de allá, -poco me importa lo que ponga en la portada de mi pasaporte-, sí me agota la hipocresía de unos, con su zalamería, y el afán destructor de otros, que no respetan derechos ni culturas, sean los y las que sean.
Suerte del sentido del humor, de reírse de uno mismo y de ver la viga en el ojo propio, de los bufones que nos hacen más fácil el chiste, pero no menos certero.