El Culebras lleva semanas desaparecido. Así que he tenido que buscarme un nuevo suministrador: El Tronco. Un tipo peligroso que tiene fama de írsele la olla. Lo bueno es que gasta buen material y te da el peso justo.
Llamo al portero automático de su casa.
- ¿Sí?
- Tronco, soy yo.
- ¿Y quién cojones es yo?
Me identifico y abre la puerta. Dentro del portal oigo que algo baja galopando por las escaleras. Es un Rottweiler enorme que viene directo a por mí. Cuando quiero darme cuenta ya lo tengo encima. Me arrincona contra la pared levantando las patas delanteras y poniéndomelas en los hombros. De esta forma su cabeza queda a la altura de la mía. Me enseña los dientes. Son enormes y puntiagudos. Gruñe y deja caer espumarajos de su boca. Estoy al borde del pánico y temo que de un momento a otro me destroce el cuello de un bocado. Por detrás aparece El Tronco.
- Quédate quieto y no te hará nada.
Estoy totalmente paralizado. No podría ni pestañear.
- Judas, ven aquí.
La bestia acata la orden y va a reunirse con su amo.
- Lo tengo por si viene la pasma. Este cabrón los huele a distancia.
Estoy demasiado acojonado para articular palabra. Finalmente negociamos. Salgo con una piedra de hachís gomoso y con una bolsita con setas alucinógenas que ha tenido el detalle de regalarme para compensar el susto que me he llevado. Antes de volver a casa quiero dar un paseo. Llego al parque de El Carmen. Elijo un banco apartado y me siento en él. Discretamente me lio un porro. Al rato se acerca un anciano con aspecto de vagabundo. Toma asiento a mi lado. Luego saca un cortaúñas y procede a hacer uso de él. Tiene manos de cirujano. Limpias y cuidadas. No pegan para nada con su aspecto desaliñado.
- Eso que fumas huele de maravilla.
Le paso el canuto. Fuma una calada y la saborea como si estuviera catando vino caro.
- Muy buena calidad, sí señor. ¿Puedo acabármelo?
- Todo tuyo.
Le da una larga chupada y mantiene el humo dentro sin expulsarlo.
- Me gusta esta ciudad. La habitáis buena gente.
- ¿De dónde eres?
- De todo el mundo. Ya sabes, el que no tiene donde quedarse va y viene como una peonza.
Su voz suena cercana y amiga. Tiene algo en su tono que da prestancia a todo lo que dice. Me habla de sus viajes. Salta de una ciudad a otra, de un país al siguiente. No se para a dar demasiados detalles, tan solo subraya aquellos sitios donde encontró gente de calidad. En un momento dado se queda callado. Sus ojos se entristecen y unas arrugas se cruzan en su frente. Me habla de una mujer. Me dice que le dio todo lo que tenía pero que no fue suficiente. Vuelve a quedarse en silencio. Mirando a la nada. Noto que se ha ido lejos, en busca de esa mujer. Termina el porro y se despide. Se aleja encorvado y con paso tranquilo. Andados unos metros se detiene para dibujar con el pie un círculo en la grava del camino. Después sigue por el sendero hasta que sale del parque. Al rato, unos gorriones se posan cerca del círculo. Picotean el suelo y dan saltitos de aquí para allá. Uno de ellos se acerca al círculo. Cuando está dentro cae muerto. Se levanta una brisa que trae el olor rancio de las aguas del estanque. Alzo la vista a un grupo de niños que corren detrás de una pelota. Sus gritos forman parte del parque, tanto o más que los árboles que hay en él, el propio estanque o los jardines que lo visten.