Tantos y tantos asuntos sin resolver.
La vida acelerada es una bicicleta de locos rodamientos que se estrella contra una parada de autobús. La vida que anhelamos sólo circula cuando el suelo del camino es capaz de moverse.
En el afán por solucionar lo más importante, los que pedalean obtienen el beneficio del tiempo, del tiempo que se desgasta de forma amable o del tiempo que se tira a jarros por el balcón.
Por lógica, quienes con más fuerza pedalean, llegan antes, y detrás de ellos viene el pelotón. Por lógica, quienes toman atajos sobresalen, incluso si el pelotón no llega porque se ha competido en soledad. Por lógica, conocer el triunfo desde el primer pedaleo no evita un derrame de sangre.
Los más débiles alcanzan la meta los últimos, a ellos nadie les espera. De hecho, después de finalizada la carrera ya no tiene sentido llegar, mejor es quedarse en una cuesta, pararse definitivamente en una curva cerrada, reflexionar sobre el peralte mientras se toman medidas extremas como jurarse no volver a competir.
Las perspectivas por norma están en el horizonte, que como quimeras se acercan a nuestros ojos en sueños.
Las metas sobrepasadas son los riachuelos que corren en los oídos como murmullos de esperanzas sin ida ni huida.
Los premios más paradójicos otorgan orgullo a los ganadores a pesar de que su estática velocidad no sea superior a la de sus compañeros.
Hay que decir que los corredores más pequeños son los que más disfrutan con el triunfo.
Es sabido que la fama estira el cuello de quien la consigue.
Por desgracia, es frecuente que al pedalear con pasión se haga daño a los otros, al creer que nuestro interés siempre es mejor que la mirada atenta de los demás, de ese que cuida del equilibrio de la carrera, o de ese otro que tanto sufre por seguir a nuestro ritmo.
Cuando se cae sin conocimiento se tarda en poder volver a poner un pie en tierra.
Hay caídas que son irrecuperables porque en ellas la máquina se estropea y no hay un mecánico en la carrera capaz de soldar el eje o encadenar la cadena.
Las peores caídas son las que se producen al perder la estela de quien nos enseñó a pedalear, las peores son las que nos dejan solos en la noche y que borran el camino sobre el que se asienta la vida, las peores son las que atenazan la ilusión o pudren las recámaras.
Los asuntos sin resolver se almacenan en la mochila, es necesario tirar la mochila y olvidar lo que nunca se hizo.
Lo que se hizo forma parte de las huellas, huellas grandes y chiquitas sobre las que la mirada hacia atrás recae cuando el presente se nubla.
La dinamo alumbra un futuro casi siempre irreal.
Son los pies los que más sienten, las manos las que presienten.
Ver y escuchar son tenues orientaciones, los sentidos se ocultan por debajo de la piel.
Cuando acontece el abrazo cesa el movimiento, desaparece el móvil.
Muy a menudo la bicicleta pesa, no nos lleva, es nuestro cuerpo el que la lleva a ella, y no la lleva.
A pesar de todo, cuánta gente sin bicicleta, añorando tener una, aunque sea una falsa, una sin consistencia ni asiento, una sin manillar ni cadena, ni ruedas, ni pedales.