La cuñada de Lestrade practica abortos. Pasa el día haciendo punto, pero le gusta practicar abortos cuando tiene la oportunidad. Una costumbre que aprendió de las nativas de la India y que después practicó con las propias indígenas. Algo sencillo, poca cosa, tan solo por ver el feto resbalar y caer al suelo.
Esa maldad no la perdona su hermana, la esposa de Lestrade. Tiene decidido echarla de casa, pero no sabe cómo.
Se está haciendo un nombre y eso le procura trabajo. Incluso le han mandado a dos jovencitas del orfanato, para que la mala suerte no interrumpa el porvenir de las muchachas. El sacerdote se lo explicó bien, incluso se ofreció a pagar de su bolsillo el trabajo, pero al menos ella es piadosa y se negó a coger el dinero. Una obra de caridad, aunque tampoco le gustaría que cundiese el ejemplo.
-Algo bueno debía de tener –comenta irónicamente para sí Lestrade, refiriéndose a su cuñada, cuando ve el pastel de hojaldre con riñones y menudillos que ha preparado para la cena.
Lo cierto es que no lo esperaban a cenar, se ha presentado de improviso. Los martes nunca cena en casa, por eso habían invitado al reverendo anglicano Tom Hawkins.
-Permítame que le sirva, reverendo, a mi esposo no le gusta el pastel de hojaldre con menudillos –extremo al que se atuvo el inspector durante toda la cena, por no contradecir a su mujer, a pesar de las ganas que tenía de probar esa delicia.
Las dos mujeres y Lestrade tomaron únicamente cordero, lo que había sobrado a mediodía.
El inspector intentó olvidarse de la comida, prestándole atención al sacerdote, pero le pareció un hipócrita:
-Estoy de acuerdo con ustedes, hay que hacer frente a los pecados –halagaba el reverendo, que creía ser un buen orador y aprovechaba para contar sus anécdotas con detalle- La otra tarde, sin ir mas lejos, Mary, una irlandesa pelirroja, hija de padre alcohólico y madre prostituta, que suele venir del orfanato para ayudarme en las tareas de la casa, dejó caer al suelo el plato de sopa cuando lo servía. Alegó que le quemaba por estar muy caliente, pero esa excusa no sirve porque, si lo que pretende es labrarse un futuro sirviendo en alguna casa, debe curtirse la piel y soportar incluso las molestias del hierro candente. Mi difunta esposa hubiera montado en cólera, tengan en cuenta que además era una vajilla francesa de gran valor sentimental, pero yo soy más mesurado y preferí ser didáctico. Lo primero es enseñar a esas pobres desdichadas. Claro que un plato de sopa no tiene importancia, a pesar de su precio, pero había que aprovecharlo para inculcar una lección que después le fuera útil toda la vida. Por eso, yo mismo recogí del suelo un trozo del plato y a la muchacha le marqué una cruz en cada mano. Le pedí que rezara y que meditara, al menos mientras curase la herida, tiempo tendría, y que la oración la ayudaría si le escocía al fregar. Seguro que el dolor y las cicatrices la harán madurar, porque en lo sucesivo será más cuidadosa y responsable. Por eso estoy de acuerdo con ustedes, hay que hacer frente a los pecados, masticarlos y tragarlos, la digestión nos dará la indulgencia. Los pecados son regalos de Dios, sin ellos no habría virtud, porque los pecados nos ponen a prueba y nos obligan a mejorar y alcanzar la santidad.
Lestrade estaba molesto porque al párroco no paraban de servirle pastel de riñones y menudillos. Estaba tan furioso que al final decidió ser descortés en la mesa.
-Por supuesto... – dijo, sintiéndose orgulloso de ser inglés, porque a un inglés decir “por supuesto” le permite entrar en la conversación para cambiar radicalmente de tema; por eso, acto seguido, relató el caso de una niña del hospicio que murió desangrada la semana anterior, después de abortar.
El orfanato dependía de la iglesia anglicana y hubiera habido un conflicto grave si Scottland Yard hubiese investigado a fondo, por eso Lestrade pidió ayuda a Sherlock Holmes. Sin embargo, el detective fracasó.
Cuatro días después de aceptar el reto, Sherlock Holmes se presentó en casa de Lestrade para anunciar que abandonaba el caso. Aparentemente, aturdido por su fracaso, Holmes pidió un té. El propio Watson quedó sorprendido, porque Holmes aborrecía las visitas protocolarias y las conversaciones aburridas. Aquella tarde, en compañía de la esposa de Lestrade y de su cuñada, hablaron de todo y de nada, especialmente de la pesca de río en Escocia. Fue una tarde extraña. Watson incluso vio a Holmes deslizar una nota a la cuñada, lo que quiso entender como una aventura galante, aunque no se atrevió a preguntarle a él, porque un caballero nunca reconocería haber pretendido incitar a una mujer al adulterio.
A la cuñada de Lestrade le había parecido divertida la nota que le pasó Holmes. La nota decía: “Cuide sus acciones, porque mi amistad con Lestrade solo podrán protegerla si no comete más delitos”. Pero ella no estaba dispuesta a sentirse fracasada, le frustraba que la hicieran callar, y decidió decir la última palabra.
Solía hervir los fetos, por no alimentar a los perros con carne cruda, pero con los gemelos pensó prepararle al párroco su pastel de menudillos. Al fin y al cabo, era carne de su carne y ella la mandaba de regreso. Una cena agradable hasta que intervino el idiota de su cuñado.
-Lamento tenga que irse tan pronto, sin esperar al postre –se despedía la cuñada, porque al párroco le había puesto nervioso el relato de la investigación de la chica desangrada en el hospicio-. Aquí tiene el libro de “Tito Andrónico”, una rareza de Shakespeare, con la que seguro disfrutará ya que tanto le gustan los romanos. Y no olvide el pastel de menudillos que ha sobrado, se lo he envuelto para que lo coma frío.
El párroco, Tom Hawkins, vio como metía una nota dentro del libro. Se marchó muy excitado, suponiendo que la carta sería una propuesta indecorosa de la señora Elisabeth Moriarty. Decidió ir andando, por si el ejercicio le abría un hueco en el estómago, donde meter dentro otro trozo del pastel.
Vivía solo. Se sirvió un plato al llegar, apartó los molestos cojines del diván rojo y se sentó para leer la nota de Elisabeth. Al masticar le aumentaba la erección.
El mensaje era la receta del pastel.
Al día siguiente, procurando la redención, le escribió a su obispo preguntándole si merecían cristiana sepultura los restos del pastel y lo que del mismo había vomitado.