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ISSN 1989-4163

NUMERO 48 - DICIEMBRE 2013

La Vida de Adèle. Capítulos 1 y 2. Lo que Pudo Haber Sido.

Itzíar Minguez

 

Hablemos de amor. Todas las historias de amor son la misma. En su génesis, se entiende, pues en su desarrollo y desenlace es donde cada historia de amor se individualiza respecto a la de los demás y donde se convierte en única e intransferible. Tal vez por eso La vida de Adèle -la película de Abdellatif Kechiche que se alzó con la Palma de oro en la última edición del festival de Cannes- refleja con tanta propiedad algo que todos hemos vivido y que en la historia de amor entre Adèle y Emma resulta tan ajeno como propio. Las protagonistas, interpretadas magistralmente por Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux, asisten estupefactas al vapuleo caprichoso e inexplicable que se deriva de una historia de amor verdadera: la eclosión del amor y la desintegración del mismo. Todo amor que se precie ha de estar compuesto por ambos elementos de cuya mágica conjunción se extrae el material más precioso: ese sentimiento que marca a fuego, que deja heridas invisibles y posibilita que entendamos y aceptemos la amarga dualidad de la que se compone la vida y la dolorosa contradicción de aceptar que todo principio de algo es también el principio de un fin al que estamos irremisiblemente abocados.

La eclosión y la desintegración del amor. La explosión y la implosión. La vida de Adèle está dividida en dos capítulos, los únicos que en realidad marcan la vida de una persona, ya que los demás solo son la consecuencia derivada de esos dos primeros que tenemos que vivir forzosamente.

Entre ambos capítulos hay una elipsis que es la base sobre la que se cimenta esta obra de arte. Se ha hablado mucho sobre la duración de la película, para algunas personas excesiva, para otras –como es mi caso- 180 minutos que se me hicieron cortos y me dejaron con ganas de más. Pero la película no está solo hecha de lo que se cuenta durante esas tres horas de metraje sino esencialmente está formada por lo que no cuenta. La Vida de Adèle es la vida de Adèle. Nada más que eso y algo más que eso. Vemos a Adèle durmiendo, comiendo, yendo al instituto, caminando, duchándose, fumando, bailando, recogiéndose el pelo, soltándoselo, desperezándose, besando, llorando y follando. Pero la película está hecha, como el amor, de lo que no se ve o de lo que no pasa o de lo que parece que no está pasando hasta que caes en la cuenta de que ya ha pasado; y ha pasado sin que supieras que pasaría, sin que desearas que pasara, pero inevitablemente, a costa y a pesar de ti y, de alguna forma, gracias a ti. Hay algo extraordinario en La vida de Adèle . Algo que no podría haberse logrado sin que el director y las actrices se dejaran parte de su vida en el rodaje. Las consecuencias de ello estallaron en forma de polémica, con acusaciones cruzadas entre director y actrices, incluso Julie Maroh la autora de El azul es un color cálido , el cómic en el que está libérrimamente basado el filme tuvo algo que decir, pero hagamos elipsis de este episodio que no viene sino a salpicar la pureza y autenticidad que destila la película. La elipsis. Lo que no se cuenta. Hay que tener muy claro lo que se quiere contar para contar tan bien lo que no se quiere contar. La vida de Adèle contiene, además de esos 180 minutos de metraje, una de esas elipsis que reconcilian a uno con la vida y con el cine. La elipsis que establece la transición entre el capítulo 1 y el capítulo 2 de La vida de Adèle . Una elipsis que no está marcada y que, precisamente por ello, resulta más inquietante. Una elipsis de la que se ha hecho elipsis. Mantengo que la genialidad de la película se sostiene sobre ese magistral uso de la elipsis que hace Kechiche porque toda historia de amor, además de todo lo dicho hasta ahora, es sobre todo la historia de lo que pudo haber sido; la historia de lo que no fue, de lo que quedó interrumpido, de esa pregunta cuyo eco pervive al paso del tiempo: “¿Qué hubiera pasado si…?” y cuya respuesta contiene otra pregunta más inquietante aún: “¿Qué fue lo que pasó?”.

Sobre esas dos preguntas pivota la película de Kechiche. El paso del tiempo y de la vida está marcado en esa elipsis, genialmente colocada en el momento de máximo clímax del capítulo 1, que es a la vez la escena de sexo más preciosa de la película. No es la que más ha dado que hablar pues del sexo explícito en la película también se ha escrito mucho. Minutos recreándose en el acto sexual, en el acto de follar que se explicita entre las dos protagonistas hasta límites que encienden no el vouyerismo del que asiste como espectador, ni el deseo, sino el pudor. El sexo en la película de Kechiche es tan formidable y necesario como todo lo demás y ni la duración ni la explicitud son un pero cuando la película se nutre precisamente de esa fisicidad, de esa naturaleza orgánica con que está concebida toda la historia. El final del capítulo 1 es una escena también de sexo, menos explícita y, al contrario que las dos anteriores, resulta contenida, brutalmente erótica, retrato de un clímax callado y reprimido, asfixiante en su mudez y cuya contención precisamente cede el testigo al segundo capítulo de la película, marcado precisamente por la implosión que ha dado comienzo vaga y disimuladamente en la escena mencionada. Una transición callada, un salto en el tiempo brutal que nos expulsa del paraíso y nos deja en mitad de la intemperie, al comienzo de un capítulo 2 donde todo lo que tenía que pasar ya ha pasado, sin que el espectador lo vea, sin que su protagonista, Adèle, lo vea, sin que haya podido hacer nada por evitarlo, solo aceptar el capricho del azar quien al igual que te regala el amor en un semáforo, sobre el mágico suelo del paso de cebra, te lo arrebata dejándote al descubierto con tus vergüenzas, con lo sentido, con la desvergüenza de amar más, el error de amar de más, de marcar la casilla equivocada: que el amor sea un fin en sí mismo para uno y no para el otro. Amar de más, sin querer, como si no pudiera ser de otra forma. El capítulo dos no es tan azul como el uno. El pelo de Emma ya no es azul y parece que hasta su forma de mirar ha dejado de serlo también. Empieza el precipicio. El sonido de la hierba deja de susurrar en la piel de las protagonistas, los besos ya no segregan ese dulce cáliz del deseo con el que el espectador receptivo se relame y desea al mismo tiempo que las protagonistas. Kechiche no tiene piedad. Nos hace asistir al final de algo que ya es irreversible, que viene dado, sin que nada pueda hacerse para evitarlo. Nada más que llorar con Adèle por lo inevitable y seguirla ahora ya no en sus besos ni en su alegría contenida ni en su forma de darse al mundo y compartir con él su felicidad a través de la música y el efecto de voluptuosidad que en ella provoca. Nada de eso. Ahora sólo queda compartir las lágrimas, los mocos, la impotencia, el deseo de desaparecer, la insoportable fisicidad con la que se presentan todas las cosas que antes formaron parte de otra vida, de lo que fuimos, de lo que pudo haber sido. Kechiche ha dirigido una obra de arte que solo era posible que lo fuera con la entrega sin rendición de Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux. No exagero si digo que es la historia de amor más hermosa que nadie ha contado en el cine y que Kechiche ha respondido a la pregunta que los amantes del cine nos hacemos cuando salimos de la sala después de ver una de tantas películas que solo son eso, películas y que nos hace preguntarnos, ¿para qué el cine? Pues para esto el cine. Para que te dé un vuelco el corazón, para que sientas haber vivido algo que estaba en ti. Para ver cómo la escritura desaparece con el impactante y prodigioso lenguaje de las imágenes. Y sobre todo para ver cómo una obra de arte tiene otra pequeña obra de arte en su interior, más pequeña pero más grande. Una secuencia que es la vida. Solo daré una pista. Y solo añadir que ahí está todo. INTERIOR. CAFETERÍA. DÍA.

 

Adèle

 

 

 

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