Los actos de solidaridad, hasta ahora eran sólo una anécdota en las páginas informativas y en las redacciones en general. Una ocupación propia de los ociosos, dedicados a actos solidarios como medio para publicitarse, combatir el hastío de una vida sin retos y llena de todo, sin carencias económicas, ni objetivos y también como una vía de desgravar impuestos, eso que hasta ahora sólo tenían que buscar los ricos y poderosos.
Los receptores de esa ayuda solidaria era un porcentaje reducido de la sociedad en la que habitamos o acaso los habitantes de otros países, fuera del que se ha dado por considerar durante décadas el primer mundo.
Alguna alma perdida dedicaba su tiempo a estos menesteres movido únicamente por convicciones personales, creencias, fe o empatía. Hemos de decir que estos eran los menos.
El cuadro general que engloba estos conceptos se ha transformado triste, rápida y dramáticamente. Algunos pudientes aún no se han dado cuenta y continúan viviendo ajenos a su entorno, a una sociedad en la que habitan pero a la que claramente no pertenecen, enfundados en sus trajes de diseño, escudados en sus joyas, protegidos por sus vehículos de lujo, al amparo de cualquier atisbo de contacto con la humanidad circundante. Pero la realidad ha acontecido un cambio en mayúsculas.
No hablamos de personas que sortean un período de crisis, sino de núcleos familiares enteros en el linde de la pobreza. El 60 por ciento de estas familias son autóctonas desde hace generaciones. El cliché del inmigrante pedigüeño no describe la realidad actual. La franja de edad de la persona receptora de ayuda baja en los últimos meses de los 35 años.
Entre ellos un porcentaje alarmantemente elevado son niños.
Personas que han perdido sus empleos, que no perciben subsidio, que han sido desahuciados de sus hogares, vilipendiados por acreedores bancarios y que conviven con el hambre, el frío, la exclusión social y la humillación cada día de sus vidas.
En todas las poblaciones se activan actos solidarios, más allá de los mercadillos de capricho para gente bien, televisados, en los que los cuatro ricos de siempre exhiben su fingida solidaridad para limpiar una conciencia sucia de avaricia y en la que vender aquellos lujos de los que se quieren desprender.
Pero lo dramático del conjunto es que todos estamos en el ojo del huracán y su furia ciega nos puede engullir en cualquier momento.
Ahora la solidaridad en una necesidad, es el único camino ante el claro abandono sufrido por parte del ejecutivo. El único modo de sobrevivir, de hermanarnos, de preservar la cordura, la dignidad y la vergüenza.
Tenemos que ayudar por nosotros mismos, por predicar con el ejemplo, para sentar las bases de una nueva sociedad y dar a los más pequeños, las herramientas para amueblar adecuadamente sus mentes, por encima de codicias y clasismos, como miembros de un mismo clan.
Apelo al sentido común para pedir a los necesitados, que acudan a servicios sociales a preguntar olvidando un mal entendido orgullo y empujándolos a que hagan uso de los pocos servicios a los que tienen derecho y que inicien la cadena de favores prestando a su vez, su tiempo, sus manos y su empuje para ayudar a otros conciudadanos en similares situaciones.
Apelo al instinto de conservación para animar a todos a buscar unas horas de nuestras ajetreadas vidas y prestar por breves pero imprescindibles espacios de tiempo, nuestro esfuerzo, nuestra sonrisa y nuestras manos por el bienestar común.
Por que modos hay muchos, campañas de recogida de alimentos, de ropa o de juguetes. Reparto de útiles, preparación de comidas, ayudas médicas, donaciones económicas, alojamiento o ayuda moral.
Ayudando al prójimo, aunque suene a clase de religión, nos ayudamos a nosotros mismos, por un lado a que no se rompa la cohesión social que tanto ha costado conseguir y que en realidad para los que tenemos el privilegio de vivir lejos de las grandes urbes, es un objetivo más fácil de alcanzar.
Al generar una red de ayuda vital, activamos un valor que puede ser nuestro chaleco salvavidas si alguna vez nos vemos arrastrados por el mismo tsunami.
Porqué transmitimos a nuestros pequeños unos valores que les harán ser mejores personas de lo que nosotros hemos sido y lo hacemos del único modo válido, con el ejemplo.
Porqué la necesidad lleva al miedo, a la frustración, a la tristeza, a la enfermedad, a la ira y a la desesperación. Un coctel fatídico deambulando por las calles de nuestros hogares, a punto de implosionar dentro de nuestros desatendidos vecinos y de pronto, un día, como si hubiéramos abierto la caja de Pandora, explota la tragedia y se expanden las plagas.
Las enfermedades erradicadas fruto de la desnutrición, reaparecen y se propagan. Los niveles escolares siguen bajando y aumenta el absentismo.
Con la cohesión social resquebrajada, las calles donde crecen nuestros hijos se vuelven inseguras. El mal del abandono ha explotado y se propaga sin fin tiñendo de negro oscuro nuestro entorno.
Unas horas de ayuda en nuestras vidas pueden marcar la diferencia. Ayuda del pueblo para el pueblo. Hagamos que aquellas familias que viven una situación limite, consigan paliarlo con nuestra aportación y a la vez salvaguardemos las poblaciones donde vivimos, la seguridad de sus calles, el espíritu tranquilo de sus villas.
Si la solidaridad no se convierte en una inversión cercana, cotidiana e imperativa y deja de ser una anécdota informativa a pie de página. Los males que han contagiado y esparcido gobiernos, lobbys y especuladores bursátiles, causará daños irreparables y cambiará de modo irremediable el color , el cariz y el temperamento acogedor de nuestros pueblos y ciudades, oscurecerá nuestras miradas e instalará la pobreza en nuestras vidas y en nuestras almas para siempre.