Qué mudable es el mundo de los pelos... Y no es cualquier fruslería, no. Tenemos datos: 32.000. Por ahí anda la cifra actual de habitantes de mi pueblo. En un cálculo aproximado, 32.000 cabezas, a peluquería cada cinco metros, anda que no salen cortes, tintes y permanentes... Deberían declararla patrimonio nacional como población peluqueriosa, y dejarse de menudencias como el Parque de Doñana o el Delta del Ebro. Qué puñetas, yo no he visto nunca en ningún otro lugar más peluquerías que aquí. Un fenómeno parapsecador digno de John Carpenter o Wes Craven, lo mismo da que da lo mismo. Eso es tedio, seguro. Me aburro, ¿qué hago? Manosear cabezas. Las de ellas, claro. Porque las de ellos no dan para mucho folículo piloso. No sé qué les pasa a los hombres, pero la mayor parte sufre una alopecia galopante tempranera. Eso, o tienen el cuero cabelludo a rebosar de raíz y tallo blanquecinos. O sea, canas. ¿Habrá una relación directa con la calidad del esperma? Una vez leí algo al respecto, pero no recuerdo exactamente qué era, así es que omitiré lo que se me está ocurriendo, porque es muy probable que sea erróneo y fruto de mi profusa inventiva. Lo único que acierto a sentenciar en cuanto al semen, es que el sabor es más suave y dulce cuantas más frutas y hortalizas tomes, sobre todo tomates. O sea, que si te cae, por un casual, esperma en la boca, puede ser excitante o repugnante, según la nutrición diaria del tipo cuyo semen estás saboreando. Tienes que decirle que coma tomates, que así tendrá un esperma más jugoso y de gama alta. En realidad, no sé si tiene eso algo que ver o no con si el tipo en cuestión no tiene pelo o tiene canas. Y, de todas formas, la ocasión la pintan calva para sacar a colación el cabello mechado, porque, a pesar de lo propagada que está la alopecia masculina en estos tiempos, también hay caballeros y jovenzuelos con una extensa cabellera de reflejos. Por ejemplo, la semana pasada se sentó a mi lado un tío forzudo culturista con mechas en el autobús, y yo, que soy un rato observadora, me di cuenta de que tenía un tattoo en el brazo derecho. Me lo alcanzaba la vista, pero no acertaba a descubrir que significaba. Y venga a escudriñar, a ver si lograba ver lo que decía, pero qué va, no había manera. En estas, el Mechas se da cuenta, y va y me suelta: “¡Qué miras!” Desde luego, el forzudo tenía unas malas pulgas que no quieras tú saber más allá de que llevaba un tattoo en el brazo. Y punto. ¿Qué ponía? No sé. Llevaba un tattoo y punto. No quieras saber más, no te vayas a llevar de hostias... Menudo, el Mechas... Casi mejor un calvo, no sé... Ahora me asaltan las dudas, porque recuerdo que hace años, una compañera de trabajo me dijo una mañana que me había visualizado en un sueño saliendo de casa radiante y feliz junto a un tipo con mechas, y que debía de ser una premonición de que muy pronto tendría un novio medio rubio, medio moreno. Manda cojones. Desde entonces, parezco idiota, porque no es habitual ver a tíos con reflejos dorados en el pelo, pero si alguna vez he visto a alguno, como el forzudo del tattoo en el autobús, me pregunto si será ese el hombre de mi vida, y me entra una congoja y una grima... ¡Si a mí no me van los rubios ni los forzudos!
Es igual, el caso es que en este, mi pueblo, hay unas peluqueras muy perspicaces que te plantan un secador per cápita con una sutileza que no te cuento. Debieron de salir todas de la misma promoción y, claro, una vez sueltas, en la calle, con birrete y diploma peluquersitario, ¿qué va a hacer una peluquera? ¡Pues montar una peluquería, vaya una descabellada pregunta! O...a lo mejor vieron un día Jet Lag, que es una peli francesa en la que Juliette Binoche se pasa todo el metraje pulverizándose el pelo con un bote de laca. Es la leche, la tía. Su partenaire masculino, Jean Reno, le dice que necesitará ajax con amoníaco para quitarse todo eso. Y acaban juntos. ¡Ya te he contado el final! Pero no me culpes, que se veía venir: la laca une. A lo mejor, montones de chicas de mi pueblo vieron esa película y decidieron que tenían que ser peluqueras para el resto de sus días, vete tú a saber.
Una vez, otra compañera de trabajo (no la que me auguraba un novio con mechas, esa era otra, pero igual de rara), me explicó que había que seguir un ritual cuando te metes en la ducha. “Todo tiene un orden” –decía- como si hablara del cosmos. “Primero tienes que enjabonarte el pelo, y el cuerpo va al final, para despojarlo de las potenciales partículas de champú que puedan caer sobre la piel de tus hombros, pechos y demás.” Y lo decía como sumida en una especie de sortilegio de lo más placentero. Yo pensé que el champú se lo había tomado ella en un buen chute justo antes de decir eso del ritual del baño, y que estaba en pleno trance jabonero. He aquí la cuestión: ¿Qué va antes, el gel o el champú? Me juego las trenzas a que no había leído en su vida a George Orwell, pero la tía podía presentar una tesis acerca de cómo enjabonarse cuerpo y cuero cabelludo si se lo proponía. Seguro que a día de hoy se ha hecho peluquera y tiene asignado un buen porcentaje de las 32.000 cabezas que habitan el pueblo. Además, lo que es a marcas de champú, no le ganaba nadie. No podías competir con ella ni aunque te fuese la vida en el intento; estabas condenada de por mechas a pasar palabra.
Lo del champú, desde luego, es como lo de los yogures (o peor). Los hay de todas clases. ¿Qué creías? Lo del aloe vera ha pasado a la historia, eso ya no sirve ni como loción para el gato. Ahora, lo más de lo más es usar un champú con aroma a azufre gaseoso ultraascórbico y humectante, y ese tipo de cabronadas que no tienes ni puta idea de lo que significa, pero que suena a pijada de profesional peluquera, que es de lo que se trata. Como si te chamusca el pelo y te deja calva en dos semanas. A ti, eso, no te tiene que importar un cojón de pato, porque estás usando el champú de porque yo lo valgo, y con eso vas que te matas. En fin, que me voy. Me voy a dar una vuelta y a contar peluquerías. O mejor me espero a que pase el invierno, que ahora hace frío para ir por ahí calculando cabezas. O mejor aún, y hablando de ellas, Voy a hablar con la cabeza tapada, para que, galopando por las palabras, llegue hasta el final, y no me frene, de vergüenza, al mirarte”, porque el anonimato estimula la desinhibición. Toma ya filosofía clásica ateniense, que lo dijo Sócrates. Nada, que me he puesto cursilona y sensiblera...por los pelos.