(Se incluyen bajo este frontispicio genérico, a lo largo de este otoño, tres reseñas de sendas novelas LIJ (literatura infantil y juvenil) del siglo pasado que, ya sea por su calidad e interés, ya sea por el número de ediciones acumuladas, amén de haber superado el efecto 2000, se nos antojan de hecho pequeños clásicos del siglo XX.)
ODIOS AFRICANOS, AMORES QUE MATAN
(A propósito de El vengador del Rif, de Fernando Marías., ed. Anaya.)
Sin renunciar a la exigencia —ni a cierta complejidad estructural—, Fernando Marías supo componer una novela juvenil incardinada en la ya casi olvidada —o prácticamente desconocida para el lector escolar— guerra colonial del Rif, recreando aquel periodo de la Historia de las relaciones con Marruecos con la mirada transversal de la Literatura.
El encargo de un guión sobre la Guerra de África, a finales del siglo XX, descubrirá a un novelista en crisis una trama de corrupción del Ejército de principios de siglo, en una de cuyas operaciones se exterminara a una familia árabe —algo que, en acto de justicia poética, hará pagar con sus vidas a los implicados el único superviviente del crimen—.
El cierre de las sucesivas cajas chinas en que se escalona la narración revelará, por fin, la identidad del vengador, más allá de la pista falsa del militar traidor como sospechoso,
y permitirá reconstruir el manuscrito perdido —un cuento árabe de Amor más allá de la Muerte— a lo largo de tres generaciones por parte de los descendientes de las víctimas y el responsable involuntario de la masacre, constituyendo esa historia —una vez que se malogra el proyecto del guión— la materia de la novela (ésta) que escribirá el novelista.
¿ROMANCE FRONTERIZO o NOVELA MORISCA?
Y lo que en principio parecía ser una denuncia de la corrupción de aquellos militares africanistas resulta ser un canto a la lealtad —al padre/abuelo, cuentacuentos de boda— y a la pasión —de unos amantes enterrados en el desierto, condenados al amor eterno—.
Rizando el rizo de la técnica del “manuscrito encontrado” hasta el manierismo de un manuscrito —El vengador del Rif, memorias del teniente Diestro Ruiz— que contiene, a su vez, la primera parte de Los amantes de arena —el relato escrito para las bodas del vengador y la que sería tras la fatal escaramuza con los militares españoles su esposa—,
Marías ofrece, desde la perspectiva complementaria —la de los rifeños agredidos y su aguerrido vengador—, como en un espejo de (media) luna, la cruz de la moneda —en la carta del vengador a su hijo— y la segunda —y dramática—entrega de Los amantes…, reconciliando a los herederos del teniente Diestro Ruiz y el cabileño del Rif —ejecutor a diestro y a siniestro de los asesinos de su padre y padre a su vez del supuesto productor cinematográfico Abdul, buscador del manuscrito perdido— un siglo después, merced a la mediación involuntaria del protaguionista, recompensando a aquél con esta novela.
¿LA LETRA CON SANGRE ENTRA?
La destreza narrativa de Marías en esta novela de aventuras que roza en su fantasía la peripecia bizantina en la búsqueda del manuscrito —que rinde culto a la letra impresa— bien pudiera representarse como un juego de vasos comunicantes de la siguiente forma:
(Narrador: búsqueda de documentación del guión = El vengador del Rif: Novelista.)
De donde resulta que las sucesivas cajas de papel —¿qué es la novela sino papiroflexia? — de ese manuscrito dentro del manuscrito del rifirrafe se incluyen en la caja de cartón —con mucha trampa y poco cartoon— de las cubiertas de esa obra que va a escribir el novelista y, mediante la pirueta de un final cíclico, acabará de terminar de leer el lector, identificando el relato de la búsqueda de documentación para el guión emprendida por el novelista con la propia novela de Marías como último envoltorio de papel de celofán, la cubierta plastificada adherida a la narración —en/cubierta— de El vengador del Rif del regalo ofrecido al joven lector —se lo rifan— que es esta obra de Fernando Marías.
Un breve corolario: si, más allá de las cajas chinas o las muñecas rusas, la estructura inclusiva se representa popularmente mediante las sucesivas capas de una cebolla, no resultará difícil imaginar en esa transparencia con la que el relato del narrador se vuelve novela del autor implícito F.M —no confundir, ojo, con el explícito Fernando Marías— la telilla —de la encuadernación—, la fina película —pues que todo arranca de un guión de cine—, o sea la sobrecubierta de papel cebolla en que se evidencia tal identificación.
UN VERTIGINOSO RELOJ DE ARENA
Pero aún diría más: y es que, teniendo en cuenta la estructura circular de esta novela que va del brusco encontronazo entre culturas —desde los colonizadores que optan por bajarse al moro al norteafricano cobrador del Rif de ciertos morosos— a la “alianza de civilizaciones” —la tercera generación de la historia reconciliada en Barcelona ante una más que hipotética pipa (de la paz) de kif—, bastaría poner en vertical el gráfico anterior para que resultaran sendas ampollas de un reloj de arena que, a una vertiginosa lentitud, fueran marcando el tempo de Los amantes de arena, y poder darle la vuelta una y otra vez para recomenzar en círculo vicioso la historia —la eternidad del amor prohibido—, como en el icónico reloj del ordenador del novelista, o en la clepsidra del feliz narguilé.
¿CABO —CHUSQUERO— SUELTO o EL ÚLTIMO GRANITO DE ARENA?
Queda, sin embargo, suelto en el corazón de la novela —o sea de la cebolla— un hilo, como un gusanillo que reconcomiera el desenlace fatal, y es el posible sentido ¿críptico? al pergeñar un cuento que exalta el amor adúltero más allá de la muerte como regalo de reconciliación, con motivo de la boda, entre las familias de sendos contrayentes; o vale decir ¿cuál pudiera ser la intención oculta del abuelo de Abdul, ese granito de arena que aporta esa erótica puesta en abismo —de amores que matan— a esta historia de odios africanos —“Arrancadas del cuerpo, las cabezas subieron hacia el cielo impulsadas por el tajo brutal”—, y en la que la venganza va a ser ya el vínculo que ligue a los esposos, la pieza que falta en el rompecabezas de unos amantes que perdieron la cabeza, el cabo suelto del que el lector habrá de ir tirando para destejer la textura dramática de la trama.