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Vivir en la calle más estrecha de la ciudad también tiene sus ventajas. Nadie puede salir cuando otro entra y, aun así, hay que hacerlo de lado, arrastrándose por entre el moho y la cal de las paredes y abrir el portón de la casa hacia dentro y suspirar, al fin, cuando el zócalo de la puerta choca contra el saliente del primer escalón. Sabemos, entonces, que nos espera una larga y difícil ascensión hasta el ático de nuestros sueños. Una vez allí, el ruido de la fatiga en el pecho, el estruendo del viento alrededor y el áspero rocío de las nubes apenas nos dejarán respirar… pero cómo renunciar a su cobijo. No podemos.
Si afuera sucede algo, ya sea algo vulgar o extraordinario, aquí, al menos, no tenemos forma de saberlo y esa ignorancia es el único acicate que nos obliga, cada mañana, a regresar a la intemperie de las ciudades.
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Tras la ventana, una mujer se ajusta las medias, en presencia de otra que parece mirarla con una sonrisa en los labios. No sé si habla o si tararea alguna canción. Yo las observo a ambas sin que me vean. Podría ponerles nombres. Isabel y María, por ejemplo. O Virginia y Alfonsina, tal vez. Podría imaginar sus vidas fuera de esa habitación con vistas y convertirlas en heroínas o en víctimas de alguna tragedia. Pero tanto da. La creación es sólo una sospecha. Dentro de un instante, Isabel y María, Virginia y Alfonsina o Laura y Beatriz saldrán a las calles creyendo ser las únicas dueñas de su destino. Y nadie sabrá nunca si eso es así. O no.
