Loado Dios y su reino de éste mundo y el vientre de mi virgen parturienta y la duda terrible de antes más el recelo póstumo que funda religiones del tamaño de éste infierno que soy siempre en la orilla del milagro de milagros, casi etéreo, [¿Qué tal si invento alas para volar en tentación del albedrío?] y la previa abstinencia carnal del cuerpo intacto que en sí misma es pecado de lesa sensatez y el angélico anuncio que da tumbos inciertos por parientes de lenguas más que cautas hasta llegar a mí casi insoluble envuelto en muy antiguos testimonios que no necesariamente son los míos y los signos que de pronto se desatan y comienzan a andar desaforados por todos lo villorrios de Judea colgando cuajos de recentales en las puertas, y las tribus del ombligo familiar descendiendo al Jordán bajo la invocación del nonato Juan Bautista que ya predice Mesías desde el útero y mientras esto ocurre apenas yo si existo en la voz ensoñada de cierto ángel moroso que me da la noticia ya muy tarde.
Ah que suerte la mía, en tanto Dios preñaba a mi mujer yo entonaba salmodias en su honor, y entre ensambles, machucones de dedo, tablas rotas, vigilaba el rebaño y daba ejemplo. Aunque el último he sido en darme cuenta, las señales indican que ésta joven hialina, intocada por el mínimo instinto de mi cuerpo, por causas que rebasan lo tangible, inevitablemente va a parir. Hasta el aislado lugar de mi fe ciega donde busco razones extrahumanas para explicar el hecho y sus infundios, llegan los tayacanes de la tribu y me ordenan “maquilla tu sospecha, da la cara”. Y salgo ante la plebe, faz enhiesta: “Aquí estoy habladores, vuela-honras, no les tengo vergüenza ni me tengo, me jodo al que se ría, Dios es grande”. Pero todo por fin vuelve a su cauce, será porque de Dios estoy hablando.
Es cierto, yo añoraba caudillos que me desafanaran de éste oficio de hacer cruces de palo por encargo para que los valientes de mi raza fueran crucificados por sólo contrariar al rey latino con lo que de hace siglos ya sabemos: que ningún palanquín de escudo y yelmo por más furia que imprima a su argumento, podrá opacar la luz del Dios de Abraham, aquel al que Isaías llamó Padre. Todo me imaginaba, menos que de esta choza humilde y rota surgiera el Dios que es hombre, y aún menos, que yo fuera el tutor de su misterio.
Mediando la ocasión, aprovecho aludir por éste medio la discriminación de que fui objeto por escribas, apóstoles, etcétera, y hasta por los odiosos santorales que me han catalogado en poco menos que guía pastoral de los idiotas (pero que voy a hacer díganme ustedes si donde rige Dios no manda Carpintero). ¿Quién osa reclamarme algún dispendio en mis ocupaciones tutelares? Que si hay que ir a Belem a empadronarse pues a tomar el monte como cabra y llegado el momento convertir un establo en domicilio para atender curiosos y hasta reyes que venían llegando de muy lejos. Que si el niño es objeto de la persecución del tal Herodes, pues vámonos a Egipto a protegerlo. Que treinta años más tarde entra Emmanuel montado en un borrico al lugar donde el cáliz se hizo sangre, ese burro, señores, era mío (por Zoroastro lo juro, no es cierto lo que dicen que fallecí mucho antes que el Rabí, en el veinteavo sol de un mes de Julio). Y esto no lo reclamo, ¡cómo creen!, sino el hecho gandalla de que en los evangelios aparecen con mucha más frecuencia los leprosos, que yo, José, el padre putativo del Maestro.
Hace ya algunos siglos un pariente que gustaba lucir mi mismo nombre, después de muchas vueltas y revueltas logró ser asesor de un faraón y se desenvolvía en esa corte en el rudo trabajo de soñar y enamorar muchachas casaderas, como la descendiente tan amada del de nombre coqueto, Putifar. O díganme que hizo, además de la fábula manida de ciertas vacas flacas y otras gordas cuya exégesis vente-de-rebote consiguió alucinar al mandamás. Pues con tan breves dones, les aviso, el sujeto pagó su latifundio al inicio del Viejo Testamento. En cambio, el hombre probo y casto que les habla, que alimentó a Jesús con lo que pudo, que en el día de reyes que no había le regaló una vez un serruchito, que le apartó sus clavos y sus cuñas para que fuera siendo en el oficio; sí, yo, José, que a punto estuve de abrir mi mueblería en Nazaret, que nunca le di crítica en su vida, que lo amé con bautismo de padre que no era; me merezco tan sólo dos menciones y uno que otro recuerdo incidental.
Seguramente Dios me va salir con que “así son las cosas como le hago, te prometo a la próxima más cancha”. Cómo si no supiera que no existe esa próxima vez, a menos que me asigne el protagónico en la trama final del juicio eterno...
Alabado sea Dios. De todas formas.