Tener casa propia, adquirir una vivienda, es un anhelo y un objetivo para un amplio porcentaje de la población. Un deseo costoso, por el que trabajamos arduamente, nos esforzamos y mimamos, un objetivo que atendemos sin dejar de trabajar para mantenerlo.
El lugar donde vivimos es algo más que cuatro paredes que nos acogen. Es a donde nos dirigimos tras una larga jornada laboral, donde descansamos nuestras desilusiones, donde lloramos las pérdidas. En nuestra casa celebramos los momentos especiales y brindamos por nuestros éxitos. Recostados contra las ventanas soñamos despiertos, compartimos comidas y risas. Jugamos con nuestros niños, preparamos cenas románticas y vemos pasar los años.
Así ha sido durante años para la inmensa mayoría, hasta que la acuciante situación que vivimos y hacia la que nos han abocado años de mala gestión, abuso de poder y total falta de ética ha cambiado esa realidad nuestra.
Miles de familias han sido arrancadas de sus hogares y cada día más personas son abocadas al abismo.
Sólo en el primer trimestre de este año más de 46.000 personas fueron desahuciadas, ante la impasibilidad de gobernantes y entidades bancarias. A lo largo de este 2012 se ejecutan más de 500 desalojos forzosos diariamente.
El Código de Buenas Prácticas Bancarias, creado en marzo, al que se podían acoger libremente las entidades, ha sido un fracaso, ya que sólo el 12% de los hipotecados cumplen las exigencias del Código y las entidades bancarias se apresuran en ejecutar las hipotecas acrecentando así el drama social.
La nueva ley creada en teoría para la protección de los deudores hipotecarios marca unos supuestos excluyentes que dejan fuera de su “protección” a un gran número de familias. La renta baja no parece ser motivo suficiente.
Si la aplicación de una ley carece por completo de ética, esta no debiera existir.
La base aterradoramente inmoral sobre las que se basan las praxis de la banca, deberían ser ilegales.
La ley debería proteger al ciudadano, a las familias, debería velar por los objetivos de los trabajadores, de los niños, de los estudiantes.
Al parecer la dignidad no es un derecho a proteger y las garantías constitucionales tampoco.
La constitución que para el gobierno es incambiable e inalterable, concede a todos el derecho a una vivienda digna. Arrancar a una persona de su casa para proteger la codicia de las mismas entidades que nos han sumido en la crisis en la que vivimos, debería estar penado.
Al final, no se trata del desalojo forzoso de una vivienda, sino de la expulsión de personas de su hogar, un hogar por el que han luchado y trabajado hasta que la situación económica y social les ha privado de las herramientas necesarias para hacerlo. Es la muerte de un sueño, la quiebra del bien estar, del equilibrio familiar.
Niños y ancianos, familias enteras sin techo donde cobijarse en invierno, en esta nuestra sociedad occidental y desarrollada, en pleno siglo XXI, es inconcebible!!!.
La reciente muerte por suicidio de un desahuciado no es la única que por desgracia tendremos que lamentar de continuar por este camino. Ni la única desgracia que se cierne sobre nosotros.
Para las miles de familias expulsadas por la fuerza de sus hogares, el calvario acaba justo de empezar. Y no hay ninguna institución que contemple que será de esas personas a partir de ese momento, a nadie parece preocuparle. Esas familias padecen riesgo de exclusión social. Sin un lugar en el que cobijarse, o donde celebrar las navidades, sin trabajo en la mayoría de casos.
Acorralados y excluidos están empezando a formar parte de los llamados “nuevos ocupas” que lejos de ser jóvenes antisistema que ocupan por convicción o ideología, son familias que habitan ilegalmente sus hogares embargados o bien los de otros y luchan para que la vivienda mantenga unos mínimos niveles de salubridad, sin recursos para hacerlo.
Es hora de poner soluciones definitivas a la acuciante situación y dar resoluciones definitivas al problema. Hacerlo pasa por modificar urgente y drásticamente las leyes y hacer que estas tengan de algún modo conciencia social.
A las miles de familias desahuciadas se les debe dar alojamiento inmediato, en pisos embargados por aquellas entidades que han actuado de mala fe, lo que equivale a decir la mayoría y las de aquellas que tuvieron una mala gestión.
Los grandes edificios destinados a naderías, como los palacios destinados a cenas fastuosas y anacrónicas, podrían dar cobijo a cientos de ellas.
Edificios municipales desocupados, construcciones nuevas que no se han llegado a vender podrían ser nuevos hogares temporales para esas familias. Son muchísimos los detalles a definir, los pactos a alcanzar y el trabajo por hacer es ingente, urgente y vital.
El gobierno, las entidades bancarias, la sociedad, nosotros, deberíamos hacer, aunque sólo sea por una vez, lo correcto.