A Juan Serrano,
guía y pasamontañas de la Sierra,
que hace honor a su apellido.
Me cuenta, por enésima vez, que está a punto de terminar ese cuento –el enésimo + 1- ambientado en la Guerra Civil Española, con un final ya redondo -¿Enésimo Redondo?-.
Me dice que el joven protagonista, un señorito vinculado durante la II República a las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista (JONS) –muy recalcitrante, sin embargo, tras las jo(n)seantonianas (con)fusiones de 1934 (subyugadas por Falange Española) y 1937 (requetecrucificadas en yunta contra natura con la Comunión Tradicionalista)-, será un desertor –Francisco- del 5º Regimiento –un “quintacomunista”-, defensor forzoso de la Sierra bajo el Gral. Líster(ine) y que decide integrarse en la quinta columna –que es la que (el Gral.)Mola…-, emparedado –el señor don Francisco- detrás de un falso tabique reconstruido en su piso de un céntrico y acomodado barrio de la capital –del “capital del dolor”-, paredaño de un hotel incautado por las milicias libertarias, y autocautiverio que se arriesga a abandonar, de ciento en vez, para participar en alguna combinación que lo pase a la sedicente España Nacional y sediciosa –capital, Burgos-, o emboscado –don Francisco- en acciones contra el retén de la CNT/FAI, hasta que, tras renunciar a huir a la España de Franco, a fines de marzo de 1939, cuando Madrid tiene los días contados, Paco se echa a terrazas y azoteas como francotirador a la mayor gloria de (don) Ramiro.
Asegura no tener definido el escenario del desenlace: un 5º piso, del quinto pino, en el quinto coño –quizá en la tan socorrida –¿el Socorro Rojo?- Ciudad Universitaria, desde la misma ventana de la Facultad de Filosofía y Letras por la que se distraía en las clases de Historia de la licenciatura, una vez que han licenciado a toda su quinta -¿columna?-, justo allá por donde pasa la imaginaria línea del frente, sinuosa como dunas movedizas una vez que es tierra de nadie -que le den por saco terrero-, zona franca y de comercio humano entre combatientes de ambos frentes. Pero lo que sí está decidido es la fecha: la una del mediodía del 28 de Marzo de 1939, en la que el Consejo Nacional de Defensa ha rendido Madrid, dada por vencida –al tercer año va la vencida-, aunque la República aún no ha sido vencida: en el Madrid ocupado son ya las 13:00, según la Capitanía de Burgos, que sigue los (h)usos horarios de los generales africanistas que volaron desde Canarias, pero en el horario oficial de la República es una hora menos –y los milicianos de la sublevación de Marzo no se dan por vencidos-. Pues bien, me espeta rotundo con su concluyente sonrisa mefistofélica, en esa hora bruja, en el intersticio temporal –entre la Paz y la Guerra o, unamunianamente, Guerra en la Paz- en el que Madrid –y, pars pro toto, la República-, adelantada a su tiempo, ya ha perdido su batalla emblemática, y los “alzados”, con el lastre del retraso multisecular, aún no han ganado toda su Guerra, ¿a cuál de ambos bandos echarle el muerto del francotirador? -¿a quién empaquetárselo?- cuando el paco se dispare a boca de jarro, descerebradamente, un único tiro en la frente –la primera (y última) en la frente- haciendo descender, desde su posición, el reguero de sangre que mana del orificio pecho abajo, re/partiéndolo en las dos Españas, a diestra y siniestra, trazando la línea del frente no en las trincheras que lo zanjan en la misma línea frontera como trinchas del correaje urbano, sino en su propia carne trinchada, en virtud del simbolismo de la fábula?
¿Qué lateralidad es la víctima y cuál la victimaria? ¿Cuál ha matado a cuál? ¿Legítima defensa armada o sublevación militar? ¡Quién honrará el cadáver?¿Y a partir de cuándo:
fue un defensor de la legitimidad republicana a las 12 del mediodía del 28 de Marzo o el último caído por Dios y por España a las 13: 00 de ese mismo día?, me inquiere, con un perverso escepticismo, satisfecho del rebuscado y paradójico enigma del suicidio en el quicio del fin de la guerra que, por reducción al absurdo, plantea el caso –¿casus belli?-.
Le reprocho, algo reticente, aparte del frívolo alarde de ingeniosidad verbal sobre ese tema -¿escribir después de Port-Bou?-, la irracionalidad injustificada narrativamente del suicidio –sí, ¿pero por qué?-, la pretenciosidad simbólica, la acumulación contradictoria –se non è vero, è ben trovato- y el carácter de dilema aporístico que destila el borrador.
-¡Ca! –me replica, entre castizo y kafkiano, por toda respuesta.