Creo haber cumplido los doce años cuando sólo tenía ocho. Después estuve seguro de cumplir los sesenta a los veinte años. Mi sentimiento de vejez prematura fue algo que asumí desde un principio. La fatalidad no me trasmitía sensaciones enfrentadas, sino solo una dulce resignación.
El día que cumplí los nueve años mi madre me invitó al cine para una película cuyo título, sin más referencia que el papel amarillo del periódico, parecía venir como anillo al dedo. La suciedad del periódico y la tristeza del papel debiera habernos prevenido del naufragio. Puede también que sucediera al cumplir los once años, pero no creo que fuese a los ocho, a los diez o a los doce, porque los años pares solían traer días felices.
La película era “El principito”, Cine Central, primer pase.
Era el día 21 de septiembre, como siempre. Vivíamos en el Cuartel de la Guardia Civil, en el barrio de Altabix, en Elche. Un extraño afecto me unía a mi madre cada aniversario de mi nacimiento. Acaso ella viera en mí cosas que yo temía imaginar y, por mi parte, yo encontrara en ella todo lo que no me atrevía a aceptar sin dolor. Me asustaba que ella se muriera y supongo que mi madre me quería tanto como para no importarle morirse algún día. En fin, ya he dicho que yo era un niño extraño.
Altabíx era un barrio periférico, unido al centro urbano por las naves del polígono industrial abandonado de Facasa. Una recta muy larga para un niño, en la que no había refugio para la lluvia y en donde hacía más frío, como si la soledad escarchara las aceras para que en ellas se marcasen los pasos paralelos de los padres y los hijos, el abrazo de esas personas que nunca serán importantes en la Historia.
Quiero pensar que fui cogido de la mano, pero ese detalle lo invento porque ella murió en 2002 y ahora me dolería haber ido con ella de otro modo.
Yo era un niño gordo, con gafas de culo de botella. A los doce años me pusieron lentillas, como quien seda a un enfermo crónico para que no sufra tanto. Adelgazaría a los quince años pero a cambio el acné me salió con grandes burbujas de pus en la espalda, por lo que desde entonces detesto la playa porque me acostumbré a esconder mi torso desnudo. Tampoco tengo queja de mi vida, yo era un niño feliz, el mejor amigo de su madre y con un padre misterioso, sargento de la Guardia Civil, con cuyo carácter recto y austero me identificaría sólo a partir de los veinte años y es el que ahora veo cada día en el espejo cuando me afeito. Los valores de mis progenitores era diferentes, a veces contradictorios si los mezclamos en un vaso, pero a mi madre le debo la fantasía y el ingenio, y a mi padre el resto de los valores de mi madurez.
La sala estaba vacía.
LA TAQUILLERA- Piensa en lo difícil que sería cruzar a nado el Atlántico si lo haces sonriendo como Conchita Bautista. Por eso se prepara, por si llega el caso, apretando los dientes y aplastando contra ellos la lengua por dentro para formar una barrera. Así no le entraría el agua aunque nade sonriendo y abriendo la boca para enseñar los dientes... Piensa en tonterías porque no tiene mucho que hacer en ese trabajo de café con leche en la taquilla y fiambrera de tomate frito mojando pan en el lavabo de empleados, a las ocho y media, cuando la película lleva media hora empezada y Paco le sustituye diez minutos.
EL PORTERO.- Hombre honesto, retirado prematuro del Banco Hispanoamericano, con su uniforme lleno de manchas. Su peor pesadilla es verse rompiendo por la mitad, sin darse cuenta y como una entrada más del cine, su recien estrenado abono del Elche Club de Fútbol. Por eso, cada vez que rompe la entrada de un espectador, se asegura de no haberse equivocado, tocándose el pecho, lado izquierdo, donde guarda debajo del traje su corazón y su preciado abono para los domingos, aunque nunca pueda ir.
ACOMODADOR.- El acomodador sonríe sentado en el vestíbulo con un mondadientes sujeto en la comisura de los labios, quizá para olvidar que ya se ha fumado sus dos cajetillas diarias de Celtas sin boquilla y recrearse, en cambio, con los dos platos de callos que hoy le ha puesto en la mesa Concha, su mujer. Le gustan las comidas contundentes y de vez en cuando comenzar con la tercera cajetilla de tabaco mientras habla con Paco, el portero.
EL MAQUINISTA DE PROYECCIÓN.- Es un cruel lanzador de cuchillos contra la pantalla. Desenvuelve el bocadillo con las uñas sucias por haber estado engrasando su moto Bultaco de 49 cc, trucada a 75 y con manillar de carreras. Retira el papel del periódico La Hoja del Lunes (otro éxito de Angel Nieto) que envuelve el bocadillo de pan del día anterior y después pellizca las mollas de atún que han caído sobre las noticias. Con el primer bocado pulsa el proyector y comienza a masticar muy despacio porque ese pan está muy duro.
Así es como yo imagino ahora a las personas que trabajaban en la sala, como un ejército abandonado a su mala suerte.
Sin embargo, entonces era diferente y aquella tarde les mostré a todos mi mejor sonrisa, como si la línea de la comisura de mis labios elevara una panza para que ellos pudieran adivinar que mi boca ocultaba un elefante llamado cumpleaños.
-Un niño difícil, que sonríe demasiado –Pareció advertirle a mi madre el portero, pero nuestro mundo no le pertenecía a él y sus palabras, por muy ofensivas que fueran, eran los trozos de la entrada que caían al suelo.
La sala estaba vacía.
La soledad de un niño con un planeta para él solo, puede ser comparable a una sala de cine vacía. Yo habitaba mi planeta con una sola flor y una sola oveja, alimentando a la primera con mis lágrimas y comiéndome yo a la oveja (lo siento, mi crueldad es un truco literario para no excederme en el sentimentalismo).
Sentarse en una sala vacía de cine, trasmite una profunda sensación de fracaso. Recuerdo perfectamente que mi madre me miró y yo le devolví la mirada sonriendo, mientras aquel enorme elefante llamado cumpleaños se salía de mi boca intentando decirle a ella: “No pasa nada”.
Sin embargo, sucedieron muchas cosas...
La película era triste, Un niño pequeño que vivía en un planeta pequeño y que estaba solo, como si yo fuese el mismo Principito y mi madre hubiese muerto ya. La búsqueda fracasada de amigos, que se quedaban como el zorro cantando entre la hierba, como si todos estuviéramos locos y de verdad pudieran cantar los zorros y estarse quietos entre la hierba con la cara del Jovencito Frankestein... ¡Maldita sea!, al final el niño se moría y el aviador levantaba el vuelo, como nosotros cuando las luces se encendieron.
-¿Te ha gustado?
-Mucho, ¿y a ti?
-También mucho
Era mentira, pero temíamos hacernos daño al reconocer que habíamos fracasado.
Volvimos a casa dando un paseo. Supongo que sería ya de noche y haría algo de frío, pero la dignidad es una pobreza que aparenta ser feliz.
Otra vez por la acera del polígono industrial de Facasa. Siempre tenía miedo de que alguna vez nos asaltara alguien abriendo de pronto a nuestro paso la puerta de una de aquellas naves en ruinas, pero aquella noche no tenía miedo. Me hubiera dado igual, en el fondo, ser presa de un poco más de mala suerte. Me hubiese arrancado los ojos para echarlos en el monedero de mi madre y que recuperara su dinero para otro cumpleaños, para otro niño que quizá pudiera darle más felicidad con un cuerpo esbelto y sin miopía, para otro hijo que hubiese sabido que “El Principito” era una película de esas profundas y melancólicas, otro que la hubiese llevado a ver una película de risa, de las que les gustan a las madres y a cualquiera que no quiera perder la tarde llorando en el cine.
Los sentimientos de culpa siempre tienen un origen extraño. Lo cierto es que mi madre no se quejó y que yo tampoco lo hice, pero el secreto de aquello nos entristeció a ambos.
Cumplí aquel día nueve u once años, algo mayor para pretender ser el Principito, que solo tenía siete.
En la vida, comprendí, sólo me quedaba esperar a ser alguna vez el aviador cuando cumpliera los treinta o los cuarenta.
Por eso me centré, como el aviador cuando era un niño, en dibujar boas con elefantes. Pero a mí no me importaban las cosas tan obvias como la línea abultada de una boa recién comido un elefante, y por eso lo que he estado haciendo, desde entonces y durante toda mi vida, ha sido dibujar siempre una línea horizontal. Una línea horizontal para que alguien adivinase que esa raya solitaria es una boa que ya ha hecho la digestión después de comerse un elefante.
Entonces yo todavía tenía el elefante de mi cumpleaños en la barriga y me dolía mucho.
La digestión de lo que sucedió aquella tarde ha sido lenta y al contarlo ahora me saco de la boca la piel del elefante.