Prefiero la melancolía de los cobardes
a la fuerza bruta de los héroes
Juan Carlos Mestre
Si la luna tuviera la psicología de los héroes, intentaría rebasar su órbita y arrebatarle la suya a otros mundos. La Tierra sería su reto, el territorio a conquistar, tal vez a devastar. Pero la Luna prefiere vivir“perdida en traslación”, feliz en su pequeñez y, por ello, en su ingravidez relativa. Le gusta influir a distancia en las psiques enamoradizas, utilizar su técnica para teledirigir las mareas. Disfruta su correcto modo de aparecerse y desaparecerse (siempre con puntualidad británica).
Muchos aseguran que la luna es mujer. Desde luego tiene cara de pepona. No obstante, en algunas lenguas la consideran del género masculino. La luna carece de luz propia, pero su correlato mitológico, Selene, hija de Hiperión y Tea, viene representado por una sílfide luminosa. Todo ello evidencia que la luna es una incomprendida, una gran desconocida. Su hermano Helios se pasa el día deslumbrando y su otra hermana, Eos, diosa de la aurora, se manifiesta en los polos con esplendor boreal. Todos rivalizan con ella. Dicen que la diosa Artemisa intentó suplantarla. Nada menos que una diosa. Es evidente que la fama crea adeptos, pero también vampiros, usurpadores, tergiversadores. A pesar de ello, la luna no cambia sus costumbres: su noche, sus fases, su casi imperceptible influencia.
No llega ni a planeta. Su carne es gris, deshidratada. Pero aprendió a brillar ligeramente, dulcemente en la noche, melancólicamente, para darle profundidad a las emociones, belleza a su vecina habitada, tal vez ocupada, tal vez descuidada.
Los héroes y heroínas solares, hélicos, ardientes, buscan su gloria de día. Los hermosos
amigos de Eos se exhiben en las pasarelas de Septeptrion. Sin embargo la luna no quiere ser grande. No quiere olvidar sus fases. No quiere conquistar espacios. Quiere guardar una distancia prudente, perderse a veces, llorar con su cara oculta.
La luna podría ser una buena escritora -o escritor-. Porque guarda esa distancia prudente. Porque está en disposición de observar y, sobre todo, porque no tiene un ego consolidado. Es un ente oscuro que brilla sin luz propia, asumiendo y reflectando la luz de otros mundos, que mueve los mares careciendo de agua y ocupa una órbita sin ser planeta. Un ser ambiguo, ambivalente, andrógino, que no pierde su enigmático onirismo, ni el deseo de enamorar a los amantes verdaderos, ni la costumbre de bordar en silencio sus pequeñas tareas.
Por eso la noche, interna, silente, soñadora, es lunática.