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ISSN 1989-4163

NUMERO 28 - DICIEMBRE 2011

La Mirada del Abismo

Ana Márquez



“Cuando miras el abismo, el abismo te devuelve la mirada”
Friedrich Nietzsche



Cuando era pequeña estaba obsesionada con los precipicios. O con cualquier otra cosa que se le pareciera y que provocara el mismo antiguo respeto. Solía dibujar acantilados y soñar con ellos. En mis pesadillas a menudo caía desde alguna alta cima sin llegar nunca al fondo. Me ponían nerviosa los objetos colocados muy al borde del fregadero, de la mesa o de otros muebles y me pasaba el día dando empujoncitos delicados al vaso, la galleta, el azucarero, al libro abierto siempre por el párrafo en que la Sirenita consigue sus piernas. Los empujaba hacia el centro con la noble intención de alejarlos del “precipicio” y lo mismo me ocurría con los bibelots y todas aquellas figuritas de porcelana barata que adornaban con su exquisita frialdad las estanterías de los setenta. De alguna forma extraña creía sentir su miedo a caer.

Pero el temor se desbocaba cuando se trataba de mis juguetes, de mis muñecas. En aquella época era costumbre colgar los muñecos en la pared, algo que yo consideraba no sólo un síntoma de mal gusto sino, directamente, de desequilibrio mental, una de tantas aberraciones disfrazadas de costumbres. Nunca me he llevado bien con las modas que no me caben en la cabeza. Cuando visitaba alguna casa donde había muñecas en las paredes, una afilada opresión me cercaba la garganta, como si mi cuello estuviera también rodeado por una fina cuerda anudada a una alcayata igual que los gaznates de aquellas pobres muñecas que me miraban con el vacío hacia dentro y las pestañas empolvadas. Parecían presos cumpliendo una condena ejemplarizante lanzándome una súplica ahogada en plástico y goma, algo que me erizaba los vellos de la nuca. Y quería irme.

En mi casa nunca hubo muñecas colgadas de la pared, y, cuando, por falta de espacio, nos veíamos obligados a colocarlas en estanterías muy altas, yo siempre tomaba la precaución de ponerlas sentadas, con sus rígidas piernas abiertas en un severo ángulo agudo que les confería cierto aire artrítico o marcial. No quedaban muy elegantes, pero estaban más seguras y, pensaba yo, también “se sentirían” más seguras. Porque realmente me ponía en su lugar y me preguntaba qué pavorosa náusea debían sentir al verse en un lugar tan alto, tan incapacitadas para huir, tan inestables, tan rígidas, tan indefensas, observando las baldosas del suelo a una distancia injusta, abisal… Todavía no había leído a Nietzsche, pero sabía que el abismo puede ser hipnótico y también sabía que el más ligero golpe en la base del mueble bastaría para hacerlas caer y esa idea me aterraba.

Llegada la noche, cogía las muñecas que adornaban mi cama durante el día y las tumbaba a los pies de la misma. “Estando tumbado no te puede pasar nada malo” pensaba ingenuamente. Más tarde las zarpas del Tiempo me lanzaron a mil kilómetros de mi error con un solo giro de tuerca y en una sola noche, pero por aquel entonces, antes de acostarme, dedicaba siempre unos minutos a cumplir el ritual “de la seguridad” que me había autoimpuesto: tumbaba a las muñecas sobre la cama, allí donde mis pies pudieran tocarlas estando acostada. Ponía la de mayor tamaño en medio, las otras dos a sus costados para que se sintieran acompañadas, y las cubría cuidadosamente con la ropa que debía ponerme al día siguiente. Cuando las veía así, tan cómodas, con sus ojos de bola cerrados por una ley mecánica que yo desconocía, cubiertas con mis pantalones, mis bufandas y mis jerseys de lana gorda que tejía mi madre, pensaba que nada en el mundo podía albergar tanta serenidad.

Víctor Hugo escribió que cuando un niño rompe un juguete es porque está buscándole el alma. Yo no necesitaba romper nada, de hecho nunca rompía mis cosas, me hubiera dolido tanto como romperme yo misma. Los juguetes me transmitían su alma a través del hilo sutil que me unía a ellos por el sólo hecho de pertenecerme. Una transfusión de alma, de muñeca a niña, sin necesidad de tubos lacerantes ni agujas, sólo en función de una empatía tierna e insólita de la que aún hoy, treinta y cinco años después, no he podido librarme del todo.

Después, ya acostada, arropada hasta la nariz por mi enemistad con lo oscuro, mientras decía mis oraciones de memoria, pensaba en la humilde estatuilla de escayola que colgaba de la pared entre mi cama y la de mi hermano. La Virgen María rezaba allí, pequeña y recogida, tocada con un manto celeste y con las manos cruzadas sobre el pecho de donde brotaba un ramo diminuto de dos únicas flores rosadas. María miraba al suelo lejano con una, para mí, inexplicable expresión de serenidad, mayor que la de las muñecas dormidas. “Ella no tiene miedo” suponía yo, “no tiene vértigo ni temor de caerse porque si la alcayata se mueve vendrán los ángeles y la salvarán”. Sabía que yo tampoco tendría miedo si tuviera esa seguridad –una confianza de la que obviamente carecía- y con ese pensamiento me dormía la mayoría de las noches.

Quizás fue entonces cuando nació mi amor por los pájaros, por las libélulas, por todo aquello que puede escapar con el auxilio de sus alas. Reales o imaginadas, poco importa, no hay vértigo ni precipicio que aplaste su virtud y su gracia. Hoy, para mí, el suelo sigue estando a una distancia injusta. Me paso la vida dando empujoncitos delicados al vaso, a la galleta, al azucarero, al libro abierto siempre por el párrafo en que Juan Salvador Gaviota vuela al fin lejos de la bandada. Los empujo para alejarlos de los bordes, más por miedo a que su caída me refresque todo aquello que no puedo hacer que por atajar ningún otro temor reciente o antiguo.

Pero hace tiempo que conseguí construirme ciertas armas pacíficas para el combate. Alas, sin plumas ni cera, sin furia ni ambición, para que la violencia del sol no tenga potestad alguna sobre ellas. Repito mi idea como un mantra, sólo mis alas me sacarán de mí. Fabricadas a base de sueños, descabellados unos, realizables otros, de fe serena y poesía, de fantasía, de dolor y de lágrimas, de libros amigos.

Sólo mis alas tienen la habilidad de mantenerme, si no física, espiritualmente de pie ante el vértigo de lo venidero. Sólo ellas me permiten sostener la mirada penetrante del abismo.

 

La mirada del abismo

 

 

 

 

 

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