Díptico del odio - I
Es sólo sexo –susurró al oído de su víctima mientras la violaba.
Díptico del odio - II
Fue ella la que rompió la orden de alejamiento después de que él fuera excarcelado antes de tiempo. Los talleres en los que había participado y su buena conducta le habían valido una carta de recomendación y un empleo a escasos kilómetros de la víctima, pero suficientes para estar fuera del radio especificado en la condena.
Cuando ella atravesó esa línea invisible no hubo nada que lo indicara. No saltó la alarma en ninguna comisaría ni el juez o los abogados recibieron una sacudida onírica que turbara su descanso. Ni siquiera él apreció cambio alguno en el aire. Ella, en cambio, mirando por la ventanilla del tren quiso adivinar que mientras atravesaba unos campos de girasoles rompía la membrana abstracta de los tres kilómetros que los separaban.
No le costó demasiado introducirse en la casa. Una vendedora joven y atractiva tiene facilidad para que le abran las puertas. El maquillaje y el cambio de peinado sumado a los años fueron suficientes para que él no la reconociera.
En el tiempo que se quedó sola pensó en la locura de haber entrado en la guarida del monstruo. Por su parte, al monstruo le temblaban las manos mientras hacía café. No la había reconocido, no, se había reconocido a sí mismo naciendo desde el interior de sus entrañas.
Cuando volvió al salón con la bandeja, unas galletas y dos tazas, recibió un pinchazo en el cuello y el narcótico entró en sus venas. Al despertar estaba atado a una silla amordazado y desnudo. Ella le observaba con un cuchillo de carnicería entre las manos. Se había puesto guantes de cocina, no tanto por evitar dejar huellas sino por el asco que le daba tocarlo.
Le agarró el pene y se lo arrancó de cuajo. Después lo mantuvo en alto hasta que los espasmos se ralentizaron. Por último le liberó de la mordaza y le introdujo el miembro cercenado en la boca.
- Es sólo venganza –le susurró al oído.