Fue entonces cuando entendí que el verdadero dolor no estaba en la palabra dolor. Había dolor en las fresas, que comías una detrás de otra -imaginaba el bolo alimenticio rosado en tu estómago-. Las fresas te alimentaban. Tu cuerpo olería a fresas, también tu pelo y tu sudor. Comunión de fresas, que se reían. Se descojonaban las fresas. Nosotras sí y tú no. En tu estómago. Dentro de ti. También había dolor en la palabra tren. El tuyo salía a las siete y veinte. El tiempo del mundo, todo el tiempo, se acababa a las siete y veinte. Dejabas las hojitas verdes en el borde del plato, que me parecía un cementerio de porcelana. Yo seca, vacía. Nada me alimentaba, ni siquiera el aire. ¿Hace calor? No, dijiste. No me gusta llegar tarde, dijiste. Yo en cambio siempre llegaba tarde a todo. No te iba a suplicar. Antes me arrancaba la lengua. Antes me metía el cuenco con las fresas restantes en la boca. Sonreí a duras penas. Sí, vete ya... Un beso lastimoso en la mejilla. También hubo dolor en la palabra mejilla, que antes era neutra. Cuando se cerró la puerta, me llevé una fresa a la boca. Mastiqué su cuerpo tierno, la destrocé bajo el poder de mis muelas. Me comí todas las que quedaban, y durante el resto del día sentí su sabor ácido en mi boca.