Bien dobladito, como si fuera una camisa. Con sus comics, su estuche escolar, sus cositas. Ese es el resultado de vivir inmersa en una realidad distorsionada. Porque no sólo el niño le estorbaba, sino todo lo suyo, todo lo que le recordaba su existencia. Y había que borrarlo del mapa, sin más. Seguramente, ese pobre chaval fue concebido contra la tapia de un cementerio, una mala noche de porritos y cerveza. Seguramente su madre le ignoró y le maltrató (el zarandeo psicológico puede llegar más lejos que el físico) desde el momento de su alumbramiento. Seguramente, ese hijo cenó bocata de desprecio todas las noches de su vida, mientras su madre – “llámame tía”- perdía la razón que nunca tuvo frente a una pantalla. La tal Mónica, descerebrada, asesina, malnacida, no dudó en quitárselo de encima cuando una voz en Internet, simbolitos y emoticonos, amor de conexión, mentiras a la altura de las suyas, le prometió amor eterno, aunque fuera a ratos. Por eso le ahogó en una bañera, amorosamente drogado, eso sí, para que los pataleos infantiles no frustrasen su ofuscación de asesina, y luego le metió en una maleta y lo abandonó en una cala de postal, allá en Menorca. Sin más complicaciones, que en eso de elaborar mentiras y cuadrar argumentos, tras años de ligoteo en la red, ya tenemos el callo hecho. Curiosa la postura de los abuelos, que nunca reclamaron su voz al teléfono. Y la de los profesores, que se creyeron la mentira sin dudarlo ni un segundo. Curiosa la postura del mundo, que ya no condena a una madre soltera pero que gira la cabeza hacia otro lado no vaya a ser que el olor de la mierda nos intoxique. Como dice nuestro amigo Román Piña, es llamativo que los cientos de maestros liberados sindicales no investiguen la situación real de los alumnos que faltan a clase, que fracasan, que pasean golpes y lloran sin venir a cuento, en lugar de perder el tiempo tocándose los huevos. Cuando un romance por chat o por e mail te lleva a asesinar a tu propio hijo, no hay suficientes años de cárcel que expíen tu jodido crimen.