Tom Ford ha vuelto si es que alguna vez se había ido. No vuelve el hipersexo, no vuelve la carne, no vuelve lo prohibido y no vuelve el desenfreno. La mujer de Ford es la misma pero también ha cambiado un poco en estos años: como él, no ha envejecido pero sí ha madurado y ya no cree que lo mejor es poder salir de la imaginación de Helmut Newton. De repente, valora más otras cosas como la elegancia masculina, ampulosa y estilizada de la divina Garbo o el frenesí disco y relajado de los 70s cuando, sin preocupaciones de ningún tipo, ibas a fumar la mejor maría del mundo a la sala VIP del dueño. En realidad, apenas ha cambiado pero, ha cambiado mucho.
Ford sigue teniendo sus temas y obsesiones en la mente. Le gustan los 70, los 80 y las mujeres poderosas que, con mucho glamour, rezuman sexo, erotismo, un poco de mal gusto, perversión y elegancia de erotómano al mismo tiempo. También le gustan los 30s de la androginia, los pantalones con caída, las damas que pueden llevar tocados en su vida diaria, los delirios de vodevil de flecos y turbantes, los fumaderos de opio de la 5ª Avenida y lo pequeño que era el mundo de ese Paris-la-nuit en el que todo el que era alguien se conocía y el que quería serlo, se vestía de Schiaparelli.
De su colección primavera verano 2011, ésa que presentó en Nueva York para los ojos de 100 personas y de la que no se debía filtrar nada para devolverle a la moda el encanto que ha perdido y de paso, aumentar y estimular la mente de los compradores y vender más, han aparecido estas imágenes en première en la edición norteamericana de Vogue, es decir, la de Miss Wintour. Que es evidente que Ford ha mezclado épocas, mujeres, sueños, aspiraciones, inspiraciones y películas, no necesita más explicación.
Lo que ya no es tan evidente es decir que ha conseguido crear esa cosa íntima de un útero de comodidad, belleza y tiempo. Las mujeres de Ford son ricas, poderosas, están en la cumbre, visten de maravilla y sus pieles nunca rozan las de los vulgares mortales. Tienen su punto de galería de los horrores naturalmente, poca luz para preservarnos, dicen, tacones imposibles con los que romperse la cadera -ay- susurran, vestidos pensados para recorrer las caderas fértiles y sinuosas y cuerpos lascivos hechos, sino para el pecado, sí para el deseo. Las mujeres de Ford se pasan la mañana dedicadas a ellas mismas, las barras de TF dejan el mismo sello de rubor que un orgasmo, sus perfumes son de aquel Opio del que Saint Laurent sabía tanto y saben a almizcle y a tierra ocre y húmeda esperando su verdor mientras que en la silla reposa el traje de ese hombre de Ford vestido a la antigua, y a la moderna, sacado del sueño de serotonina y hormona de cualquiera de esas diosas frías de hielo, heladas, pero que no lo son tanto...
Sinceramente, yo sólo veo años 30s. Ya sé que a Ford le encanta Studio 54, toda esa jarana de panda de celebrities en los 70 vestidas de Halston que conversaban con Warhol mientras Bianca Jagger iba "colocada" encima de su caballo y Capote escribía los últimos borradores de “Answered Prayers”. También sabemos todos que a Ford le apasiona ese sexo desenfrenado pre-sida pre-post-moderno que unía a toda la élite en una sala de fiestas de Nueva York. No cabe duda que le gustan los americanos -como él- que le gusta Ossie Clark, y Halston, y Calvin Klein en sus primeros años y todo ese jaleo de escaparates de lujo en grandes almacenes caros y café con pastas para mujeres ociosas pero poderosas, rubias, pelirrojas, femmes fatales, Evas, Pandoras, súcubos del peor infierno que no se visten como putas.
Ya no se visten como putas.
Ya sólo son damas gélidas con corazón.
La única diferencia.