Brad Bacardi, el actor porno protagonista de la última novela de Chuck Palahniuk, dice que el mejor consejo que su padre le dio jamás fue que se afeitara el pelo púbico de alrededor de la base de la polla porque así conseguiría que pareciera cinco centímetros más larga.
Los libros de Palahniuk están llenos de consejos por el estilo. Cuál es el mejor aroma para quitar el olor a mierda y cuál el mejor para quitar el olor a vómito. O qué hay que hacer en el caso de que una botella se quede atascada en el culo. Lo cual quiere decir que se mueve en un territorio diferente al de todos los demás escritores, un territorio que no es exactamente el de la pornografía y la escatología (aunque en esta última novela definitivamente sí lo sea) sino más bien en un área de realidad alternativa. Por ejemplo, cuando era joven me preguntaba en qué trabajaban los personajes de Henry James o cuándo comían las atormentadas heroínas de Emily Bronte. Quiero decir que había enormes áreas de realidad que quedaban fuera del foco de la novela, que no hacían falta para la narración y entonces el novelista sencillamente prescindía de ellas.
Con Joyce entramos de lleno en el terreno de la vulgaridad, o sea, la comida, la bebida, la defecación y el sexo, que es tanto como decir en el día a día. Palahniuk da un paso más allá y explora ciertas zonas decididamente enfermizas de la sociedad, áreas en las que, al parecer, no había reparado ningún escritor antes que él o donde nadie había profundizado bastante. Áreas como las terapias de grupo, la limpieza doméstica, las pintadas en las puertas de los retretes. Tal vez por eso un libro de Palahniuk resulta tan adictivo como una bolsa de pipas, una montaña rusa o un helado alto en colesterol, porque se trata de un sabor desconocido. Nada de alta gastronomía sino cocina rápida, a lo bestia: un aroma reconocible, atractivo e inmediato, tan ajeno al buen gusto como pueda estarlo uno de esos poemas de Catulo en donde se burla de un político bujarrón y le dice que se limpie el semen de los dientes.
Porque, a pesar de su ferocidad posmoderna, Palahniuk hinca sus raíces en algunos clásicos perfectamente olvidadas. Por ejemplo, Petronio, que no en vano ostenta el título de primer novelista y cuyo universo plagado de comilonas y de orgías no se halla muy lejos de la indecente escenografía de Palahniuk. En Snuff, Cassie Wright, una reina del porno, copula con 600 tíos (admiradores, actores, simples salidos) que esperan desnudos para subir de al cuchitril donde Cassie les dedicará dos minutos de sexo que se inmortalizará en la película definitiva del género. Una envejecida estrella del porno (el señor 600), un fracasado actor de televisión en paro (el señor 137) y un muchacho prácticamente virgen (el señor 72) alternan sus monólogos mientras aguardan turno en una antesala cutre, masticando nachos bañados de queso frío e intercambiando pastillas de viagra. El contrapunto femenino a esas tres voces lo da Sheila, la directora de escena, la que decide el orden de los afortunados y canta los números en una arbitraria lotería.
El paralelismo entre nuestra sociedad del bienestar, con su erotismo mecánico y su hastío, y el decadente imperio romano se establece en el propio texto, en una referencia a Mesalina, la emperatriz que compitió con una meretriz profesional para ver quién se acostaba con más tíos. Al final, como casi siempre en Palahniuk, la trama se embrolla hasta límites inverosímiles pero la sensación que tiene el lector es que se ha podado todo lo que no fuese sexo, codicia, hambre y rencor para plasmar un retrato nada amable de la humanidad en las puertas del tercer milenio. Y, de paso, para hacer que la novela parezca cinco centímetros más larga.