Madame de N., a diferencia de todas la damas de su tiempo, sólo tenía un amante. Aquel dragón de húsares guerreaba en las campañas napoleónicas y tan grande era el deseo de su emperador por conquistar tierras, que el caballero apenas podía rendir culto y armas ante el altar de su Venus. Y era esta ausencia y este anhelar constante lo que hacía de cada encuentro la más gozosa de las cabalgadas en el más deleitoso de los campos de batalla.
La excitación que a Madame le producía la cartita del oficial requiriendo su tiempo y su persona, era el comienzo de una escalada de delicias cuya cima, al entendimiento de Madame, solo alcanzaban espíritus excepcionalmente dotados. Y por supuesto, ella y su amante lo eran.
¡Ahhh, la dulce anticipación…! Las manos de Madame se detenían en las telas, escogían las joyas y seleccionaban la toilette. Para esta ocasión, el albor de las perlas y los terciopelos oscuros . Y es que la dama se sentía suave y misteriosa. Los zapatos y las medias no eran asunto banal pues consistían en la guinda de aquel carnal bocado que Madame de N. amorosamente componía. El baño era un rito que se prolongaba durante horas. Preparado con aceites de líricos nombres, sus vapores provocaban desvanecimientos en las criadas, por ello, Madame había decidido incorporar a su servicio a una hermosa turca acostumbrada a los infernales calores de aquellos lejanos hammam. La tremenda mujer se despojaba de cualquier vestimenta que impidiera el libre albedrío de sus movimientos -salvo de aquella que cubría el sancta sanctorum- y emprendía sus manoseos y frotaduras en completo silencio, dejando a su señora que con los ojos cerrados, se anticipase a otros manoseos y frotaduras provenientes de miembros más viriles. Cuando la piel de la dama y todos sus recovecos ardían, la pretérita odalisca procedía a derramar aguas frías y aceites templados y Madame se extenuaba de promesas y porvenires. Luego que la turca se retiraba, llegaban las doncellas solícitas a vestir, peinar y aderezar a Madame. Todo se hacía en silencio, pero en las miradas que las muchachas intercambiaban, Madame veía asomar de los pecados capitales, la hermosa lujuria y la triste envidia. Y ella se sentía soberbia y perezosa.
Lentamente, la magia de los afeites iba construyendo aquella belleza ansiosa de amor que se contemplaba en el espejo con los ojos del soldado y deseaba sus propios encantos con el vigor del guerrero. Se consideraba una espléndida cabalgadura: los ojos ardientes, la piel tensa y brillante, la grupa magnífica. Lista y enjaezada, pasaba entonces a comprobar en su boudoir el estado de velas y flores, de manteles y platas, de vinos y licores, de sábanas y almohadones… y se sentaba a esperar exhausta de anhelos.
Al fin, los cascos del caballo en el empedrado del patio, los resoplidos del animal y el sonido de las espuelas, los pasos seguros de aquellas botas altas cada vez más rápidos sobre el piso de madera, los escalones devorados de dos en dos y luego de tres en tres, la carrera por el corredor y finalmente la puerta abierta de par en par con la fuerza de Júpiter tonante.
El dragón entraba en escena enfebrecido, la capa y el sable arrastrados, la fusta en la mano, y, fijando en la bella su mirada de bestia enjaulada y suplicante, se contenía súbitamente y frenaba el ímpetu. Era el preciso instante en que los fluidos tomaban el poder de las corporeidades de aquellos venturosos y las glándulas comenzaban a segregar salivas, flujos y humores. El húsar, con cada nervio, con cada músculo en tensión, esperaba la orden… Madame, ya en pie, hermosa y rendida antes del asedio, adelantaba sus brazos desnudos mientras el terciopelo oscuro de las mangas se derramaba hacia los hombros…
- Mon cher, mon chéri…
¡Bendita orden de ataque, bendito campo de batalla! Aquellos ejércitos entrechocaban y el bramido de sus resuellos hacía vibrar la llama de los candeleros que velaban cercanos. Capa, sable y fusta se desplomaban como cuerpos caídos en la primera acometida. Con destreza, el dragón se arrancaba la guerrera. Algunos botones saltaban por el aire cual proyectiles y un espejo se quebraba. Madame, arrebatada por el ímpetu de su amante, reverberaba en los pedazos de cristal azogado como cariátide de un templo profanado por los bárbaros.
Después de aplacar la sed primera en la boca de su dama, el húsar y sus trenzas asediaban el bastión del cuello y sus manos, las ligaduras del vestido. Al guerrero le bastaba un primer forcejeo con el cordón, para desenvainar la daga todavía al cinto y cortar de un certero mandoble la intrincada atadura. Abríase súbito el corpiño por la presión interna y liberaba el territorio que sería conquistado. El dragón volvía grupas hacia las comarcas meridionales pues Madame defendía su santuario con varios lienzos de muralla que había que abordar en buena lid, evitando tácticas de tierra quemada.
Tras el reconocimiento del terreno y un par de exploraciones fallidas, un acceso casi oculto en la parte posterior se desvelaba franqueando la entrada y, sin apenas resistencia, el vestido se deslizaba por las curvas de su propietaria hasta caer en el suelo con un vago rumor de rendición. Tomado el primer recinto, las guarniciones flaqueaban e iban cayendo derrotadas: así unas enaguas de encaje flamenco, así unas calzas delicadas que iban dejando a su albedrío exhalaciones de aromas que enloquecían al combatiente como arenga de emperador. El húsar atravesaba fosos, escalaba murallas, derribaba puentes levadizos y al fin alcanzaba aquella pequeña abertura por la que habría de penetrar en la cripta sagrada.
Presto ya el ariete, el sitiador aún había de vencer la mayor de las resistencias. Durante el feroz asalto, Madame dejábase hacer: su fortaleza largamente guarnecida no requería sangre y pólvora antes de tiempo… Mas ante la evidencia de la inmediata conquista, Madame ponía freno al asedio del atacante en el último baluarte. Con precisión de ballestero, sus brazos se ceñían alrededor del cuello del dragón y aproximaba los labios a los de la ardiente bestia para aplacar su furor. Vana empresa, pues el dragón redoblaba la algarada y se producía entonces la embestida cuerpo a cuerpo. Rodaban los amantes revueltos por el pavimento, tal vez por el desorden de los vestidos, tal vez por la búsqueda deliberada de terrenos más propicios para el lance, hasta que, en los estertores del combate singular, el último bastión de la ciudadela asediada abría las puertas al invasor y se rendía sin condiciones. Cabalgaban entonces los contendientes y gozaban de las mieles del triunfo. Tan sólo después de varias justas, se firmaba una tregua que se prolongaría hasta después de la cena.
La turca, acicalada para el desquite, servía entonces la mesa.