Estoy buscando un candil.
Me gustaría verlo en tu cara,
tu cara iluminada, dando
reflejos brillantes.
Cristina Blanco
1.- ¿Las palabras se las lleva el viento?
Los libros parecen estar hechos de palabras. Palabras impresas. Pero qué pasa si las palabras son pedacitos de espejos rotos, llamitas de fuego, fragmentos de emociones. Vocablos que son reflejos de los mundos interiores, exteriores, ulteriores. Hay libros que se abren como una boca que ríe, llora o grita. Esos son los libros cuyas palabras no se lleva el viento.
2.- ¿Qué es curar?
He conocido todas las angustias, todas las ansiedades, el miedo y la humillación. La vida es patológica. La vida es Neurolandia. Y nunca he sabido, aún no lo sé, qué le cabe hacer a un terapeuta: ¿tomar a un individuo por los pelos, sacarlo de una oficina monocorde, o de una familia equívoca, o de su residencia de verano, o de una alcantarilla urbana, o de una placentera cárcel de oro e intentar replancharle el ánimo para devolverlo pulcro y conformado a su respectivo lugar de procedencia? ¿Alguien debe ostentar el derecho a perpetuar los errores del sistema negándole a otros el derecho a sus propios errores? Aunque todos viajemos en el mismo barco y dependamos los unos de los otros, si miramos “fueraborda” nos preguntamos si no llevaremos un rumbo equivocado.
Un estímulo no sólo provoca un tipo de respuesta. El estímulo es neutro, neutral. Es el organismo receptor del impacto de ese estímulo quien se daña o queda ileso, dependiendo de su resistencia o su sensibilidad. Hay organismos lábiles, delicados, precisos, que resultan altamente dañados por determinados estímulos inocuos para otros organismos. ¿Pertenecen esas variaciones a la patología o a la tipología? ¿Pertenecen a la delicadeza del viajero o lo inhóspito del camarote? Por más que se estudie el estímulo y la respuesta, lo más misterioso e insondable es el territorio que queda entre ambos, es decir, el hombre: su universo mental, sus fantasmagóricas representaciones, su terror ancestral, su pregunta incontestable, sus estrategias sublimadoras, su fantasía desbordada, su realidad limitadora, su irrealidad, su surrealismo.
Confieso que estudié la carrera de Psicología. La terminé como es debido y aún continué haciendo un máster y las prácticas en una institución austríaca. Después pasé unos años como mirando absorta por la ventana, como mirando los nubes, sin saber a qué lado de las terapias estaba mi lugar: en el del terapeuta o en el del paciente. Si ejerciera -me decía-, me gustaría tratar con imaginación la imaginación, con inteligencia la inteligencia, con ternura la ternura, con ironía, cariño, terror, sensibilidad, sus correspondientes. Temería desafinar el extremadamente delicado instrumento de la mente.
Lamentablemente no basta con la empatía para curar. Aunque tampoco basta con controlar estímulos o reforzar respuestas. ¿Cómo se modifica el vacío existencial? ¿Cómo se cura el nihilismo o el sentimiento del absurdo? ¿Quién habría podido curar a Kafka o a Van Gogh y, sobre todo, en quiénes los habría convertido esa curación? ¿Qué albedrío y, sobre todo, qué clase de miopía nos hace sentirnos dueños de la “norma” y concederle a ésta el estatus de “normal”. En definitiva, cuándo hablamos de la mente, del espíritu, ¿qué es curar? ¿No estaremos hablando de “calmar”? Y, en ese caso, ¿no es calmar lo mismo que afinar para que no duela la cacofonía? ¿No es la afinación un arte que se aprende con la sensibilidad, con una exquisita, milimétrica sensibilidad de alta definición? ¿No es ésa la misma hipersensibilidad de quien enferma?
3.- ¿Qué es afinar?
Afinar es buscar la armonía, la concordia, la belleza. Buscándolas se hace el artista. Buscándolas en los confines. Mi amigo pintor, Félix Zabukovnik, me dijo una vez una preciosa definición: “el arte es un viaje a la locura, con billete de ida y vuelta”. Sí, hacer arte es ir a recoger nunmolities, caracoles, estrellas perdidas, mariposas internas, cuerpos enajenados. El arte es una búsqueda, una exploración, una expedición siempre más allá. Puede que sea una fuga, pero nunca una evasión. El artista viaja alerta. Trabaja. Escudriña. Realiza una clasificación estética de los tesoros hallados. Los cuerdos renuncian al arte. Lo intentan una y otra vez, pero renuncian. Hay que enloquecer para sucumbir al arte. La paradoja está en que hay que sanar para regresar.
4.- ¿Es posible regresar?
La escuela de Palo Alto, mi amadísima escuela californiana, sostiene en su teoría de la comunicación paradójica que “el otro sabe que sabemos que no sabemos. Y sobre todo sabe que sabemos que no sabe”. Sí, el otro siempre sabe eso. Porque como dijo Paul Watzlawick, “no es posible no comunicar”. Siempre hay “algo” informando sobre ti (la postura de tu cuerpo, el olor de tu pelo, el color de tus ojos, la calidad de tu voz, el profundidad de tu silencio...). Y siempre hay alguien interpretando.
Muchas enfermedades tienen su origen en la comunicación patológica, o paradójica. Canales cercenados. Informes tergiversados. Profecías que se cumplen a sí mismas. Huidas a la desesperada. Pocas veces se da la comunicación en sintonía, sincera, fluida, pacienzuda. El humano es el único ser dotado de palabra, ¿y en qué la emplea? Gasta y desgasta las palabras, las hincha, las envenena, las dispara por la boca. Las convierte en detritus y en munición.
No es justo, porque la palabra es la clave de nuestro pensamiento, el numen del que éste se alimenta y el hilo de plata que nos une a todos, que debería unirnos a todos, convertirnos a todos en “la verdadera humanidad”: un complejísimo organismo armónico. La palabra puede ser la maroma que, comunicándonos, nos proporcione la opción de regresar para dar cuenta del viaje y encontrar con ello comprensión, admiración, ternura, consuelo, piedad. En definitiva, amor, bálsamo.
5.- ¿Pueden las palabras ser curativas?
Alguien dijo una vez: “Hablar bien, ¿no es una forma de ser buenos?”. Del bien hablar se ocupa la retórica, y la lírica, y la narrativa. Aunque ¿no deberíamos deducir que “hablar bien” significa conocerse bien, aceptarse bien, ser bien aquello que eres? La palabra sólo alcanza su función si no desdice, sino que asevera y ratifica y explica aquello que comunicamos sin palabras. No es buena palabra aquella que enmascara.
La palabra que crece a lo largo y ancho del corazón, como las pulsaciones; las palabras que nacen de la imaginación, como las visiones; las que nacen del alma, como los gritos y susurros; la palabra que relata el viaje interior, como la poesía, esas palabras con denominación de origen, están hechas a imagen y semejanza de las personas.
Esas palabras descargan un peso ligero en el oído de quienes las escuchan. Esas palabras curan porque, al pronunciarlas, alguien te abraza y te integra. Esa es la palabra de los “afinadores”: los artistas, los locos, los abiertos a la sensación y a la experimentación; los fugados de los, a menudo, estrechos cánones, asfixiantes corsés, perversos y aberrantes programas de la realidad.
Conozco dos pequeños libros afinados: se llaman “Pedacitos de mi felicidad” y “Palabras anónimas, sentimientos míos”. Esos libros fueron realizados por los integrantes de los talleres de literatura y pintura de la Asociación de Familiares de Enfermos Síquicos de Álava, coordinados por Roberto Luis Lastre. Dos libros -escritos con pedacitos de espejos rotos, llamitas de fuego, fragmentos de emociones- que se abren como una boca que ríe, llora o grita. Esos son dos libros cuyas palabras no se llevó el viento, porque regresan -cargadas de significado- del viaje más alucinante: la vuelta a uno mismo. Esos libros de palabras afinadas dan cuenta de que todos estamos en el mismo barco: los llamados “enfermos psíquicos”, los llamados “normales”, los terapeutas, los artistas y los, como yo, indecisos. Todos estamos invitados a escuchar el canto de las sirenas. Todos queremos regresar y ser abrazados. Todos debemos intentar comprender, comprendernos, a la vuelta de todos los viajes. Con la ayuda de esas palabras anónimas, pedacitos de todos.
Kaskarinia, Número 47