Todavía quedaban tres horas para que ella llegase a casa. Tres interminables horas. Tiempo suficiente para dejar demasiado sola a mi cabeza conmigo mismo.
Ni Mooore, Faulker o Ellis lograban hacer que ganase en concentración. Tampoco la consola con el nuevo videojuego de baloncesto, las miles de series acumuladas en en disco multimedia o mi música de siempre con Portishead al frente. Llevaba meses con la mente totalmente ida. No sé si sabes a lo que me refiero. Es muy probable que si no has estado en una situación similar no tengas ni puta idea. No es extraño. A mi, cuando alguien me contaba películas parecidas, hacía el típico gesto de afirmación con la cabeza con el cual estás dando a entender que no sabes por dónde coger la charla que te están soltando.
Pero ahora yo era el que estaba al otro lado. Desde hacía meses. Y como te he dicho, cualquier tiempo que pasase a solas conmigo era autodestruirme.
El psicoterapeuta con sus consejos, sus técnicas, el médico de cabecera con su química encapsulada trataban de echarme un cable en vano. Yo, sólo yo era el que debía de saber salir de ésto. Y hoy me quedaban tres horas por delante hasta su llegada.
Traté de ver la tele cargada de telebasura, me aburría. Quise hacer las posiciones de yoga y relajación que había aprendido. Nada, la cabeza volvía una y otra vez, machacona sobre la misma idea que me había sumido primero en la ansiedad y luego en la depresión.
Hablé por teléfono con mi madre para explicarle, por enésima vez lo mal que me sentía, lo triste que estaba, lo desgraciado que era con mi hipoteca saneada, mi pantalla de 40 pulgadas, mi trabajo estable y mi nevera llena. Sé que tiene demasiados líos, mi vieja, pero era el primer y más sólido clavo ardiendo de mi lista en momentos de desesperación.
Trató de consolarme, de enjuagar mis lágrimas telefónicas con su dulce voz. Lo único que logré fue matar 45 minutos. Sólo quedaban un par de horas.
Algo más sereno, en el baño, saqué un par de lexatines para serenarme el doble. Me miré al espejo, vi mis ojeras tras tantas noches de insomnio, la barba enfermiza. Volvieron a empaparse los ojos. Pensé en ducharme y limpiarme por fuera. Nunca sabes lo que es esto hasta que no te toca.
El tacto de la esponja con la piel me producía escalofríos. Terminé sentado en el fondo de la bañera, agarrándome las piernas contra el pecho y llorando, llorando porque seguía ahí. Aunque quedase hora y media, aunque tú regresases de trabajar, mañana seguiría en su sitio. Me miré, sofocadísimo, tosiendo y con arcadas secas, el tatuaje del antebrazo, MEMENTO VIVERE, acuérdate de vivir, fue un arrebato, un propósito de enmienda que no ha funcionado. Me soné la nariz bajo el agua antes de salir y secarme con la toalla.
Quise recordar cómo había empezado todo aquello, cómo la desgana se hizo dueña de mi cuerpo, los kilos que se fueron. Me estaba dejando liar otra vez como decía Mariano, mi psicoterapeuta.
No quedaba más de una hora y me propuse hacer la cena. Con tanta idiotez, tanta depresión, tanto exceso de egocentrismo, había olvidado en algún cajón el mimo por mi higiene, el hogar que compartimos y su limpieza. Demasiado de mi era lo que sobraba.
Me compliqué poco mientras mi coco seguía danzando con libertad en mi tarro. Hoy no me vencerás, quiero que llegue pronto la hora de ir a dormir, descansar poco, como hasta ahora, pero olvidarme un rato de todo.
Freí huevos y pelé patatas. Estando así eres incapaz de estar en lo que debes de estar y me llevé un tajo tremendo en la yema de dos dedos. Vi la sangre empapando las crudas y amarillas patatas, el filo del cuchillo. Llegarías en media hora, lo sé, pero no aguantaba más, el combate hoy lo había ganado ella.
Con la insensatez que, últimamente, me caracterizaba saqué la pistola del armario. No lo he dicho, soy policía.
No quería hacer un espectáculo de aquello, suficiente tenías con soportarlo todo. Me senté, atacadísimo, en la hamaca del salón. Entrarías de un momento a otro, y uno de los dos no estaría aquí. Es obvio, ¿no?
¿Pensabas que no había leído aquel mensaje en tú móvil? Desde aquel instante me machacaba, constantemente, la idea de la pistola. Y te quería, y te quiero, y lo sabes. Pero no puedo ni he podido soportar la horrible sensación de esas tremendas palabras en tu boca, repetidas por un desconocido.
Una llave en la cerradura. Muda, tus ojos recorrían el camino desde mis cejas hasta la pistola, de pie, en el umbral de la puerta.
"Te deseo tanto que me estoy volviendo loco. Tan loco que sería capaz de alojar una bala en el corazón de tu marido, como me dijiste". Ese era el mensaje, grabado a fuego. Pero te equivocaste. La bala será alojada en un corazón distinto. Distinto al mío.