Para mi gusto, William Hurt habitará siempre dos películas. Una de ellas, Smoke, dirigida por Wayne Wang y basada en un magnífico guión de Paul Auster, es el homenaje al tabaco más hermoso que ha dado el cine. Smoke gira en torno al estanco de Augie (un formidable Harvey Keitel), un tipo capaz de conseguir cajas de Habanos de contrabando en el centro de Nueva York y que cada día, antes de abrir el negocio, hace una foto, siempre la misma foto de la misma esquina donde está su establecimiento. Hurt encarna a Paul Benjamin, un escritor viudo que baja cada día al estanco a aprovisionarse de cigarritos holandeses y termina por entablar amistad con Augie. Finalmente, Augie le enseña la obra de su vida: los álbumes donde guarda las fotos tomadas pacientemente día a día frente a su estanco durante varios años. Paul, al principio, no ve nada especial, comenta que son todas iguales, hasta que Augie le aconseja que vaya más despacio, que se fije en las variaciones de días nublados y días de sol, en la gente que asoma a ese rectángulo de tiempo. Entonces, en una de las fotos, Paul ve una imagen de su mujer y se derrumba.
En esa secuencia Hurt alcanza a tocar el corazón mismo de su talento interpretativo, cuando la frialdad aparente que recubre sus rasgos se resquebraja y aparecen las lágrimas. Tenía un don sobrenatural para componer esos personajes desolados, tristes, apartados, remotos; un hielo invisible que le esmalta el rostro y el cuerpo, podando cualquier exceso, cualquier histrionismo, silenciando el dolor de la pérdida, el dolor que no puede expresarse en modo alguno, el dolor insoportable de estar vivo.
El turista accidental, de Lawrence Kasdan, basada en la impresionante novela de Anne Tyler, es esa otra película de mi Olimpo personal, la cinta donde pone en pie a Macon Leary, un tipo apático y absurdo que se dedica a escribir guías de viajes para hombres de negocios. Con su matrimonio roto después de perder un hijo, Leary discurre por una existencia átona e insípida sin dejar que una sola emoción le acaricie, igual que esos viajeros a la fuerza que se alojan en hoteles impersonales y a los que no les gusta viajar. Hasta que se topa con Muriel, una alegre y excéntrica amaestradora de perros a la que Geena Davis dota de un encanto y un brío irresistibles, y el hielo empieza a derretirse. Es una película tan triste que no se comprende cómo puede ser tan divertida a la vez.