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ISSN 1989-4163

NUMERO 122 - ABRIL 2021

 

Memento Mori

Juan Planas Bennàsar

Viajo en tren nocturno de París a Barcelona. O de Barcelona a Valencia. Ya no lo recuerdo con exactitud. El mundo parece estar en otra parte mientras un legionario, de uniforme, me muestra sus galones y también su arma reglamentaria hablándome de la guerra que les espera a sus hombres. Algún día, todos tendrán que luchar como nosotros, también tú, me asegura. Huele a alcohol avinagrado y en su rostro es difícil distinguir las arrugas de las cicatrices. Su ruidosa camaradería me aterra, pero me cuido muy mucho de demostrárselo. Veo a su través la oscuridad profunda del paisaje -saca su pistola y dispara, entre exaltado y enloquecido, a las sombras que se van alejando sin un quejido, sin inmutarse- y dejo que sus palabras a voz en grito se mezclen lentamente con el traqueteo monótono e interminable del tren sobre las vías. Debería dormir, pienso, y estoy en una habitación de Valencia, siete pisos sin ascensor por encima de la vida en las calles, fumando unas colillas mal liadas: escupo briznas de tabaco y goma arábiga -mientras juego con las volutas de humo negro- y oigo pasar el viejo trenet de Benimaclet: el lento estallido de sus ruedas sobre las vías anunciando que pronto va a amanecer mientras me siento la diana de alguien que me sigue disparando, incansable, con ruidosas balas de fogueo esta interminable noche como todas las noches desde hace muchas noches. Hace tiempo que no duermo. Creo que desde que padecí aquella angina inestable de pecho. No sé si es el insomnio, el corazón o la próstata. La nicturia o el estrés. Quizá sea la ansiedad, me aventuró un buen amigo mío, sicólogo. ¿Alguna vez sentiste que estabas a punto de morir? me preguntó. Le respondí que no, que todo lo contrario, y le describí, con todo lujo de detalles, las caras alegres de las solícitas enfermeras, los animosos cardiólogos, las cálidas visitas de familiares y amigos, las horas lentas envuelto en el silbido feroz e intermitente de las máquinas bajo la luz blanca -bajo la luz sin sombras- de los quirófanos; le conté, decía, lo feliz y tranquilo, lo seguro y protegido que me sentí en la Unidad de Cuidados Intensivos aquellos tres o cuatro días de junio de hace unos ocho años cuando las enfermeras me lavaban entre risas y los médicos se acercaban a mi lecho y me hablaban de las costumbres que debería de adoptar urgentemente con vistas a los años futuros y yo asentía, confiado y sonriente, porque todo parecía estar absolutamente bajo control… No he vuelto a fumar desde entonces, le dije, también, con la misma determinación que si fuera el último hombre sobre la tierra y todo estuviera, al fin, en orden, solucionado; pero no es así, en absoluto, no lo es por muchos motivos: entre otros, porque no fui capaz de hablarle del miedo silencioso a morirme que me tuvo paralizado en cuanto salí del hospital los días, las semanas y hasta los meses o años siguientes, el miedo a morirme que me asaltaba cuando tenía que cruzar una calle y el semáforo cambiaba bruscamente de color y me quedaba a medio camino sin saber si correr hacia algún lado o si quedarme definitivamente quieto, como un avestruz con la cabeza metida en un agujero negro en pleno asfalto, el miedo horrible cuando me quedaba solo, cuando las luces se apagaban y las farolas de la calle Olmos dejaban de iluminar -como de costumbre: tenuemente- mi cuarto, el pánico que todavía siento ahora, unos ocho años después, cuando me ausculto el rostro y palpo las arrugas que el tiempo va dibujando en mis sienes y recuerdo, una tras otra, en cascada, sucesiva, obsesivamente, las numerosísimas ocasiones en las que -ahora sí- percibo la deslumbrante cercanía de la muerte y me pregunto, sin saber la respuesta, cómo conseguí burlarla, cómo logré escapar de ella, cómo pude salir indemne. Es cierto. Una vez tuve miedo a morirme, debí habérselo dicho.

 

 


 

 

Memento mori

 

 

 

 
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