Ya hacía tiempo que Svletana, mi hermosa moscovita residente en Panamá y yo manteníamos una intermitente relación, favorecida por mis viajes de negocios a diversos países de América, desde donde siempre me daba un salto al país centroamericano para verla. Poco a poco había ido introduciendo nuestros productos también en Panamá y, gracias a ello, se justificaban perfectamente aquellas frecuentes visitas al país a fin mantener nuestra red comercial y aumentarla poco a poco. Los contactos de Svletana y mi personalidad comercial habían logrado que poco a poco mis relaciones hubieran ido subiendo de nivel social y politico viaje tras viaje y ya contaba entre mis –nuestras, ya que Svletana se había convertido en la directora comercial de mi empresa en el país– contactos a varios ministros y hasta el mismísimo presidente del país, con quien, de tanto en cuando compartía manteles.
Aquel viaje había sido fructífero y en la central de mi empresa estaban encantado de cómo habían ido las cosas. Aunque había terminado mi trabajo, decidí quedarme una semana adicional para disfrutar de la compañía de la bella Svletana y de mis amigos panameños.
El ministro de salud, Francisco Terrientes, nos invitó a ambos a pasar un par de días en su casa de la playa en Río Hato, en la costa del Pacífico y aceptamos encantados. El hombre era encantador y un excelente anfitrión. El primer día fue un no parar de comer, beber, reír y, a ratos, de gozar con mi moscovita. Siempre participativo, me ofrecí para preparar al día siguiente una fideuá con carácter español. El ministro se encargó de conseguirme pescado y marisco de primera clase para acompañarlo y preparar un caldo de pescado de primer orden.
Así, nada más despertarme y tras despertar apasionadamente a Svletana, me puse manos a la obra. Mientras hervía el caldo, el ministro y los demás no permitían que mi vaso estuviera vacío de ron y seco, alternativamente. Svletana y la mayoría del numeroso grupo que nos acompañaba, disfrutaban de sus bebidas entre baño y baño en la enorme piscina de la casa. Cuando el caldo estuvo listo, y faltando aún un par de horas para sofreir las langostas y demás marisco y después rematar la fideuá echando el caldo y los fideos, el ministro, Francisco, me preguntó con una sonrisa levemente etílica:
- ¿Nos damos un baño?
- Claro –respondí presto a quitarme la camisa y tirarme a la piscina. Refrescarme me ayudaría a despejar algo mi mente, algo embotada por los efluvios etílicos.
Me acerqué a la piscina, pero Francisco me detuvo.
- No, ahí no. En el mar.
- Ah. Está bien –accedí sin pensármelo.
Cogimos sendas toallas y, cruzando el jardín de la casa, comenzamos a caminar por la arena hacia la orilla. Nos introdujimos con lentitud en el Pacífico conversando alegremente. De pronto, cuando el agua nos llegaba por los muslos, sentí un dolor brutal en mi pie izquierdo y solté un grito tremendo.
- ¿Qué pasa? –preguntó Francisco con el terror dibujado en su rostro.
- No sé –respondí en estado de shock–. Algo me ha mordido. ¿Puede ser un tiburón?
El ministro salió corriendo como alma que lleva el diablo hacia la casa, dejándome en la más absoluta soledad. Como pude, llegué a la orilla renqueante a la orilla entre dolores terribles. Al sacar el pie del agua, observé que, del empeine, salían chorros intermitentes de sangre que me mareaban. Como pude fui avanzando hacia el chalet del ministro entre espasmódicos dolores y juramentos por el abandono que había sufrido por parte del ministro. Poco antes de llegar al jardín apareció un grupo de gente, entre los que se encontraba Svletana, a la cual se le demudó el rostro cuando vio los chorros de sangre que seguían brotando a intervalos de mi pie.
Me apoyé en dos de los amigos de Francisco y me llevaron en volandas hasta el jardín. De inmediato me cubrieron el pie con una toalla y en pocos minutos me subieron a un coche junto a Svletana para llevarme a un hospital de las proximidades. Por el camino me ofrecieron varios tragos de ron que hicieron volver un poco el color a mi rostro y menguaron el dolor que me acometía a breves intervalos.
Ya en el hospital entre mis acompañantes y yo explicamos lo sucedido mientras me vendaban el pie para parar el surtidor de sangre. Me subieron a una camilla y me llevaron a una consulta. A los poco apareció un médico de mediana edad. Nuevamente expliqué lo ocurrido. El médico me preguntó si me habían dado algún analgésico o algo similar.
- Sólo unos tragos de ron mientras veníamos hacia aquí.
- Uhmmm –pareció reflexionar el doctor con cara larga.
Me quitó la venda y examinó la herida.
- ¿Qué ha podido ser lo que me ha atacado?
- Hay dos opciones. Puede haber sido la cola de una manta raya o un pez escorpión –dijo poniendo cara de preocupación–. Si ha sido una raya, no le pasará nada. Le inyectaré un poco de N-acetilcisteína, Fisostigmina y algo para el dolor, pero primero hay que poner unos puntos para cerrar la herida.
Yo ni siquiera podía mirar el pie sin comenzar a marearme, así que cerré los ojos y permanecí tumbado agarrando la mano de Svletana que permanecía a su lado. Noté unos pinchazos mientras me daba los punto, pero no era nada frente al dolor que me recorría el cuerpo.
- ¿Y si ha sido un pez escorpión?
- Mejor no entrar en detalles. En media hora el pie comenzaría a ponerse negro y comenzaría la parálisis del cuerpo. Puede que lo podamos detener a tiempo, pero no le puedo asegurar nada.
No quise saber qué era lo que no podía asegurar. El médico pidió a una enfermera que me pusiera una vía y me fue inyectando varias cosas.
- Ahora descanse un poco. Volveré en media hora para ver cómo ha evolucionado la herida. Si siente mayor dolor o nota sensaciones extrañas, toque el timbre de inmediato. Usted –se dirigió a Svletana, a la que mi mano seguía aferrado como un náufrago a un tablón de madera– vaya observando la herida. Si nota una decoloración, llame de inmediato. Espero que, en ese caso, podamos hacer algo.
El médico y la enfermera se marcharon. Miré a Svletana, que lloraba en silencio mirándome como se contempla a un agonizante. Cerré los ojos y los calmantes hicieron que el dolor remitiera y me quedara dormido.
Me despertó la puerta. Vi que el médico y la enfermera habían entrado y se situaron a mi lado. El médico se acercó a mi pie y lo observó. Luego lo tocó en diversos puntos.
- Magnífico. Ha debido ser una raya manta. Enhorabuena. ¿Cómo anda de dolor?
- La verdad es que ha desaparecido –contesté sorprendido por el hecho.
- Muy bien. Creo que todo ha quedado en un susto. Cosas del Pacífico. Enfermera, véndele el pie. Si se encuentra bien, puede volver a su casa. Le recetaré un par de medicinas para que se tome un par de días. Procure andar poco durante unos días.
Así pues, una hora después regresé al chalet de Francisco. Todo el episodio había durado menos de dos horas, así que aún llegué a tiempo para, entre rones, terminar la fideuá con la ayuda de Svletana, que parecía una madre cuidando de su hijo.
La fideuá resultó un éxito y Francisco exigió que Svletana y yo nos quedáramos en su casa al menos tres días más hasta que mi pie estuviera en perfectas condiciones.
Así lo hicimos, y como el pie ya no me dolía y las demás partes de mi cuerpo funcionaban perfectamente, Svletana logró que aquellos tres días fueran una especie de estancia en el paraíso. Recuerdo cómo, para hacer mi recuperación más gozosa, la mañana siguiente me despertó vestida con una blusa de enfermera, con gorro y todo. Debajo, como pude comprobar en pocos minutos, solo llevaba un conjunto de lencería que despertó un fuego que pocas veces me ha asaltado de tal forma.
Sin embargo, y pese a aquellos días de lujuria tanto física como gastronómica y etílica, nunca más he vuelto a pasear por la orilla del océano Pacífico.