Las seis de la mañana. Desde el cubo iluminado que conduce al baño y a las tres habitaciones de la casa, Damary distingue aquel cuerpo borroso, casi etéreo, hundido en el sillón descolorido, frente al muro manchado de formas oscuras -la pared más amplia de la casa- que hasta el día anterior albergó, según ella, muchos cuadros de mal gusto: Alberto, su esposo.
Antes. Durante muchos años. A las diez y algo de la noche: la hora de la contemplación diaria del orgullo diluido en diplomas y reconocimientos de bajo perfil enfundados en vidrio y madera, que para Alberto eran el argumento incuestionable de que la vida, a pesar de su desencantada rutina, merecía por momentos, por esos momentos, ser vivida. Pero tal emoción sólo él la sentía. Ninguno de los demás habitantes de la casa se percataron nunca de que aquel sillón mustio y aquellos marcos portadores de dudas -ventanuchas absortas- constituían para Alberto, el generador que diariamente restituía el vigor perdido y recomponía las ansias confusas. Si alguien a esas horas preguntaba por él, Damary muy elocuente respondía:
-“Pues como siempre, en su sillón contando grillos”.
El cuadro más antiguo de aquella basta colección egomaníaca tenía ya más de veinte años en el mismo lugar. Fue obtenido poco antes del nacimiento de su hijo mayor; y esa breve ciudad de azogues entintados y dudoso fulgor había ido creciendo hasta llenar casi totalmente la pared reina de la casa. Los acontecimientos venideros serían recordados en función de las fechas gozosas de cada uno de esos cuadros. Alberto, para refrescarse el alma, todas las noches se asomaba a su calendario de alegrías pasadas, a su archivo de luz, su bálsamo... Paradójicamente, su mayor frustración era que tales evidencias, gloriosas para él, para propios y extraños eran sólo estampas mudas, cuando no “mojones estorbosos” desde la perspectiva de Damary.
Esa era también su mayor enfermedad, “Cuadritis”, según el diagnóstico de Damary, el mundo reducido a una sola pared colmada de espejos apagándose. Todo, absolutamente, pasaba por allí: la historia familiar, los hijos, la esposa, los amigos. En aquella pared estaba Dios: imagen-semejanza contemplándolo desde sus propios ojos endiosados de sí.
-¿No se te hace que estás loco? Vas a hundir la casa con tanto colguije -le repetía Damary-. ¿Qué no tienes más diversión que ver esos mugrosos cuadros? Hasta celos me dan, pues llegas y no haces otra cosa. Un día de estos te los voy a quemar.
Y él no respondía, continuaba mirándose en los marcos de vidrio y madera hasta que el sueño o el hormigueo sexual de medianoche lo rendían. Entre las diez y las doce de la noche el regocijo ocupaba la casa, mas sólo Alberto lograba percibirlo.
-Oye, Damary –grita esa noche Alberto al llegar, desde la propia entrada de la casa-, ¿y mis cuadros que se hicieron?
-Te dije que te los iba a quemar, pero hice algo mejor: los eché al camión de la basura. Vieras qué de polvo y porquería había detrás de ellos. Ni los de la basura los querían.
-Que abusiva eres, Damary, que abusiva, tú sabes cuanto apreciaba esos cuadros –dice Alberto, y se retira a su sillón decrépito sin volver a pronunciar palabra alguna.
Unas dos horas después, Damary grita desde la habitación de ambos:
-Alberto, ¿no te vas a dormir?
Alberto no contesta.
-No seas niño –dice Damary asomándose del cuarto-, ¿qué te ganabas con tanto cuadro feo? No te preocupes, yo compro la pintura y pinto la pared... Bueno, pues vente cuando quieras. Ya mañana se te pasará el enojo...
Las seis de la mañana. Desde el cubo iluminado que conduce al baño y a las tres habitaciones de la casa, Damary distingue aquel cuerpo borroso, casi etéreo, hundido en el sillón descolorido, frente al muro manchado de formas oscuras -la pared más amplia de la casa- que hasta el día anterior albergó, según ella, muchos cuadros de mal gusto: su esposo, con los ojos vidriosos en el último marco de su vida, que es, ni duda cabe, el primer cuadro de su muerte.