En cierta ocasión, una alumna de postgrado de la Universidad Pablo de Olavide, en Sevilla, me invitó a tomar un café al salir de clase. Fue un café largo, de esos que duran toda la tarde y que terminan en cena; una de esas veces en que el tiempo cambia sus propias reglas del juego, comprimiendo o dilatando su paso a capricho. No recordaba haberla visto ese día en clase, pero su cara me sonaba de algún otro curso o seminario. Era en todo caso una de esas alumnas de primera fila, de ojos extremadamente abiertos, que menean la cabeza asintiendo todo el rato, como si entendieran más de lo que eres capaz de decir, como si leyeran en tu mente más de lo que eres capaz de pensar.
Poco después del primer sorbo fue directa, incluso brusca:
-Javier, es injusto lo que haces con nosotros. Eso no se le hace a la gente, joder.
- ¿Perdón? Repliqué intentando ganar tiempo y aparentar cierto control sobre la situación.
-Sí Javier; Nos das una imagen de la realidad, contándonos en clase como se hacen las cosas ahí afuera; nos ilusionas y nos animas a salir de la jodida zona de confort, como si fuera fácil. Hemos aprendido gracias a tus reflexiones la diferencia entre el bien y el mal, y ya sabemos cómo hay que actuar y cómo no. Aprendimos a mezclar pasión con profesionalidad, y a cuestionarlo todo para hacerlo mejor, echándole agallas a la vida y aprendiendo que el cambio es la única constante que te vas a encontrar a lo largo de tu existencia. Y entonces sales a la realidad y descubres que todo el mundo es mediocre y que para poder sobrevivir tienes que mimetizarte entre ellos, porque van a hacer todo lo posible porque tú lo seas, para que no despuntes más allá de lo admisible. Ves que nadie arriesga y que es más fácil quedarte quieto, deseando hacer cosas nuevas, pero sin llegar a hacerlas nunca, porque es peligroso. Yo creía que los estudiantes éramos así porque estamos “en proceso”…y resulta que vosotros y vuestro mundo de adultos es igual de cobarde, aunque no dejéis de echárnoslo en cara a nosotros. Nos hablas de trabajar fuera, de abandonar a nuestros padres y de aventurarnos a lo desconocido…asumiendo que vamos a tener miedo, pero no permitiendo que ese miedo nos domine. En clase hemos visto a través de tus ojos -como en un simulador de vuelo- una visión de conjunto y desde arriba, para conocer el ambiente en el que nos tendremos que curtir. Haces que deseemos estar “allí”. Luego todo lo que habíamos imaginado nos lo encontramos de frente, de manera brutal y bloqueante…efectivamente es como nos decías, pero ese baño de realidad nos paraliza, como le pasó a Stendhal en Florencia, cuando lo que ves supera con creces tus ideaciones…pero ya es tarde para volver hacia atrás, porque ya has dejado de ser la misma persona. Eres adulto chaval…la vida va de esto…nos ha jodío…
Es precisamente de este choque emocional y de el descubrimiento de la realidad de lo que nos habla Jesús Zomeño en su tercer y último capítulo del libro, El Cielo de Kaunas, de la Editorial Contrabando. Describe como sólo él sabe hacerlo, la respuesta de un hombre perdido -la perdida y desorientación es la piedra angular de todo su libro- cuyo único objetivo es repasar en vivo, sus paseos virtuales por la ciudad de Kaunas obsesivamente realizados desde su casa a través del ordenador con el Google Street View -ese simulador de vuelo del que hablaba mi alumna- donde un día pudo identificar, aun con la cara pixelada, a su vecina y amante fugaz ya desaparecida-“No hicimos el amor para que se convirtiera en costumbre, sino para que fuera excepcional”-.
Nuestro protagonista baja al barro, y abandona el confort de su hogar y de su ordenada vida de policía, pide unos días libres y sale en búsqueda de las huellas reales que sobre la nieve ha dejado aquella mujer de la que aún está enamorado y que ha perdido para siempre. Su búsqueda casi morbosa recreando sus paseos, sin embargo, terminan atragantándosele por ese baño de realidad que sufre, al conocer el entorno que rodeaba a esa mujer. Entra entonces nuestro protagonista en una zona turbia y kafkianamente metamórfica, donde el único elemento que parece darle algo de luces la camarera del hotel -su única conexión con la realidad- hasta llegar a un punto de inflexión en el que ya no tenemos claro -ni lector ni protagonista-, si esa mujer de cara dulce y ademán solícito es faro o sirena engañosa que le llevará al naufragio, a perder la cordura. Posiblemente ella tampoco lo sepa. Esta mujer y el padre de la chica muerta, Pilypas, con quien el policía pasa horas hablando cada uno en su propio idioma sin ser capaces de comprenderse, pero haciendo un esfuerzo por pasar el tiempo juntos, son el yin y el yang de la novela, como esas dos energías opuestas que se necesitan y se complementan, ya que la existencia de uno depende en parte de la del otro.
En todo caso y como colofón a éste intenso libro, en el que se entrelazan sus tres partes de manera magistral, Jesús Zomeño nos vuelve a sorprender e impresionar en su último capítulo, con perfiles psicológicos interesantes y bien definidos, y como en otras ocasiones, nos crea la necesidad de releer de nuevo los ya leídos, sacando en cada nueva lectura matices nuevos e impresiones renovadas que nos habían pasado inadvertidas. Y es que, como menciona Jesús Zomeño en su propio libro, citando a Dostoievski en El gran inquisidor:
“¿Qué sentido tiene conocer la diferencia entre el bien y el mal cuando se paga tan alto precio por ello?”