«Escrito ‘stá en mi alma vuestro gesto»: Soneto V, García Lasso de la Vega
«Déjame salir por la puerta cerrada
donde Eva come hormigas
y Adán fecunda peces deslumbrados.
Déjame salir, hombrecillo de los cuernos,»
Federico García Lorca: Poema doble del lago Eden
Y II. Praga
«Hace falta llorar mucho para escribir cuánto dolor,
cuánta foto en blanco y miedo usurpa hasta la vergüenza»
Berlín
«Era siempre puntual y lo sería hasta para ir a su muerte. Lanzó una breve mirada al río Neva, que les sobreviviría a todos […] Ahora que había vivido más y le había ensordecido el ruido del tiempo»: Julian Barnes: El ruido del tiempo
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Praga se nieva desde la noche
amanecida desperezándose lenta,
hielo húmedo y vahos. Huele
a carbón y maderas rociando tumultos,
a gente tapada por el frío del ruido del tiempo,
al bosque de los desperezos y de los alegrísimos saltos.
El aire se levanta tan limpio, que hace daño,
desafía tranvías, anocheceres en el río. Una luna
turbada y escindida suena en los puentes
del Moldava. Sumergidos árboles de lejanías corrigen
el blanco acento escrito en los tejados
desde las raíces a la espuma,
y un dolor de adoquines mojado mulle su almohada.
El silvo vulnerado madruga cuando
dobla el viento su espalda en cicatrices
y la luz se retrae, ofendida, opaca, tarda:
Préstame un guion para poder hablarte
ya que aquí sí sé qué hacer con las citas:
—El terror nazi trasminó entonces quince días antes de nuestra triste derrota.
Las gargantas de las gárgolas de San Vito
gotean lanzas de hielo, lánguidas, huidas danzas,
y, sin deseos, quietas, gimen el cielo de gris,
cómicamente constipadas. Las ventanas, dobles,
dejan un espacio inútil para el suicidio de las flores
que no saltan
por sus tímidos alféizares.
Los relojes, desesperados, impotentes,
luchan contra la oscuridad temprana, vencidos.
Latente, persiste la oscuridad con el remite de las montañas,
y reposa suave desde que se desayuna.
Praga dibuja esculturas, góticas alturas, suaves calles,
abiertas vías a todas las lenguas:
—El silvo de los ayres amorosos
su herida aguda no extraña, entraña.
Praga revive en colores entumecidos,
precipitada noche desde la torre de sus relojes
y en el sabor azúcar a carbón del frío. Praga se vierte
paladar por la transparencia de una jarra,
o humilde en el vaso de plástico,
o detrás de aquellos ausentes silencios
bajo los nombres sangrados de las sinagogas
cuyas voces reclamadas llaman
y, como una fervorosa epidemia,
nos contagian el pudor de su sacrificio
en tanto la música se escribe en los muros:
—El aire se serena, Mozart, al órgano en los templos.
Y el hielo, desnudo de caricias, tiembla pasos,
resbala como un temor niño,
se reconoce en una esquina
y sueña en voz alta, en su copa de pino,
ardiente bebida de humo y noche.
—Lancé una breve mirada al río Moldava, que nos sobreviviría a todos.
Así, a través de las distancias tramposas de los vuelos,
un viento de cola empuja este atormentado cuerpo
por el ruido del tiempo. Praga se va
con la noche a cuestas contra el eco traspasado y sordo del cielo.
Los años se van colocando en fila, díscolos a sus números,
con su equipaje desgreñado, con su descontrol de peso,
despeinados de estrujar hasta los límites de los ocasos,
hasta los mismos bordes de los cumpleaños:
—Mi bien y plazer todo es ydo en humo.
¿Cómo no gozé más de gozo?:
El suicidio de las flores.
Vela una ventanilla tras otra y, centinela de placer y venenos,
se resguarda el pasado. Estampan el esmerilado cristal
aquellos vasos de besos beodos.
—Ahora que he vivido más y me ha ensordecido el ruido del tiempo,
no firmaré el suicidio de las flores.
Y, así, se inventan un beso:
Escrito ‘stá en mi alma vuestro gesto.