De repente parece que todo el mundo se ha vuelto feminista. Hasta la mismísima Virgen, nada menos, según el avispado arzobispo de Madrid. Está muy bien, me parece estupendo, en efecto, que estas cosas sucedan. Está muy bien, me parece estupendo que, como recién caídos de un brioso caballo sobre las piedras cortantes de los nidos de las águilas, abramos de una vez por todas los ojos y abracemos, al fin, la gran verdad de la mujer, de la madre, de la hija, de la esposa, del ser supremo y nutricio que lleva siglos amamantándonos con sus generosas ubres igual que nos seduce con sus requiebros y sus curvas, con sus efervescentes sonrisas de aire en un mundo de losas, monolitos y nichos, con el torbellino arrebatador que siempre las acompaña y que nos transporta, cuando tenemos esa suerte inenarrable, a ese lugar extraordinario, a ese lugar límite, a esa frontera terminal, a ese estertor que también es vagido, donde cuesta horrores distinguir entre lo espiritual y lo físico: el lugar del orgasmo. Ahí morimos o fingimos morir. Ahí nacemos o resucitamos tres días después.
Con todo, lo que el lenguaje puede expresar -y en ese paraje hay que perderse hasta perder por completo los sentidos: vivan la euforia, la lucidez y hasta la melancolía desmedidas- no tiene una equivalencia clara, una correspondencia obvia en la vida real. O en lo que llamamos vida real. No sabría ahora cómo detenerme, cómo detener los latidos de mi corazón, el flujo y reflujo de mis órganos, el ritmo de mi respiración, la cadencia de mi pulso; no sabría cómo quedarme prendido de una única y absorbente emoción, de un frenético tajo mortal al abismo, de un poético golpe al azar, de un instante solo: quieto y desnudo, exento y varado en sí mismo el instante único de la existencia. No tengo ese poder creador, aunque pueda jugar con sus metáforas. No sé cómo aprehenderlo salvo con algún gesto donde lo simbólico y lo real son la misma cosa: un abrazo, un beso, una caricia, una mirada cómplice, un pálpito subrepticio, un deliquio furtivo. Consentido, consentido. O no, el erotismo es una experiencia religiosa, personal, quizá intransferible, un temblor que nos destruye aceleradamente mientras nos transforma.
Pero ahora debo ser sincero y revelar lo que, de veras, me preocupa de la huelga ideológica, evangélica y feminista del próximo jueves, 8 de marzo. Ese mismo día he de coger un avión hasta Barcelona y aún otro, un rato después, hasta Atenas y no me apetece un ápice quedarme en tierra y tener que tragarme unos billetes de avión y unas noches de hotel que compré y pagué hace siglos en busca del mejor de los precios. A ver si hay suerte y en Atenas consigo palparle el alma a alguna Venus de piedra mordida por el tiempo y escuchar, de nuevo, el rumor de la lava en su interior.