Ayer, como todos los viernes, había comido con mis amigos y el vino y la cerveza habían corrido con la alegría de quien sabe que no hay un mañana. Paseaba hacia mi casa con esa alegría que ninguna mujer, salvo que tenga una botella de vodka bajo el brazo, te puede dar. De pronto, al girar una esquina, me encontré con la muerte. Ella se sorprendió y me dijo:
–¡Coño, te esperaba en Samarcanda!
Y yo le respondí…
Perdón, queridos niños. Querréis saber cómo es la muerte, ¿no?
La muerte… es… Mejor que no os lo diga. No quiero desvelaros la mayor sorpresa de vuestra vida.
Volviendo a la situación, la muerte me preguntó: ¿Qué haces aquí?
–Y repitió–: Te esperaba en Samarcanda.
Y yo le dije:
–Pues sigue esperando, porque ya he leído el relato de Borges, y no me pienso asomar por allí ni por casualidad. No te da vergüenza plagiar a un escritor conocido.
–Pero que atrevida es la ignorancia –contestó–. La vida apareció hace 9.700 millones de años, en otro lugar. Y el mismo día que apareció, también lo hice yo. ¿Crees que en todo este tiempo no he tenido tiempo para inventarme todas las historias que vuestra especie ha reescrito? Solo te diré una cosa: me ha dado tiempo a escribir tres veces El quijote.
Puso una cara de soberbia que no me confundió. Recordé de inmediato el otro relato de Borges: «Pierre Menard, autor del Quijote». Tiene cojones, me dije. Por si no fuera suficientemente estrambótico encontrarse con la muerte, encima resulta que se dedica a plagiar a Borges. ¡A quien se lo cuente, no se lo cree!
Entonces me entró una duda muy seria. ¿Dónde coño esta Samarcanda? Si no sabía dónde estaba, así que podía aparecer por allí en cualquier momento, sin saber que lo había hecho. A fin de cuentas, a mí me gusta viajar. Y no saber dónde estaba Samarcanda, ahora que la muerte me había prevenido que me esperaba allí, me impediría viajar, ya que cualquier lugar podría ser Samarcanda. Así, que le pregunté:
–¿Dónde está Samarcanda?
–Ja, ja –rió la muerte-. Eso tendrás que averiguarlo cuando te mueras.
Me quedé mudo. No por qué la muerte no me lo quisiera decir, sino porque la muerte sabía reír. ¿Qué diantres puedes discutir con una muerte que sabe reírse? En ese momento comprendí que no tenía escapatoria. Llegaría a Samarcanda y la muerte me estaría esperando allí. Y lo peor de todo es que no sería una tragedia como yo pensaba. Lo más normal es que se estuviera riendo de mí, como hoy. Y una cosa es morirse, pero otra es morirse mientras la muerte se ríe de ti. En ese instante decidí que hasta ahí habíamos llegado. Sería yo quien mataría a la muerte. Y hasta ahí llegué el primer día.
Al día siguiente, con la resaca, me pregunté si habría sido un sueño. A las diez de la mañana, mi hermano me llamó para decirme que nuestro amigo Gabriel había muerto. En ese instante comprendí que aquella locura no había sido una pesadilla. La muerte había aceptado el desafío y uno de los dos tenía que morir.
¿Pero cómo diantres mata uno a la muerte? ¿Está muerta la muerte o está viva? Joder, si estaba muerta, estaba jodido. Nunca nadie me había explicado cómo matar algo que ya está muerto. Ni siquiera eso. Vaya educación de mierda. Para una vez en mi vida que me jugaba mi existencia, nada de lo que había aprendido en el colegio, la universidad o la vida, me servía para nada.
Pensé en la gente que conocía, los libros que había leído, las tonterías que había cometido (Sí, llamémoslas tonterías. Nunca mis tonterías llegaron a locuras). Nada me servía para nada. Ni siquiera el cuento de Borges. Así que me dio por lo peor. Decidí matar a todo aquel que, cuando le preguntase dónde estaba Samarcanda, no supiera contestarme.
Los tres primeros asesinatos no sirvieron para nada, salvo para titulares en la prensa. El cuarto, me detuvieron mientras aún manaba la sangre del indocumentado geográfico. En el cuartel de la Guardia Civil me tuvieron 24 horas dándome la matraca para averiguar mis motivos para asesinar a aquel chaval (en realidad era un chica, pero lo políticamente correcto me impide decirlo) y a aquellas otras tres mujeres. Uy, se me ha escapado.
A base de preguntarme, me llamó la atención que todas fueran mujeres. Me condenaron a prisión permanente revisable. Bueno, me dije. Salvo que tengamos un extraño acuerdo de extradición con Uzbequistán, voy a tardar bastante en llegar a Samarcanda.