El camión traquetea sin piedad bajo un cenital sol, plomizo y denso. El camino de albero y piedras nos lleva hasta la entrada del pueblo, donde comienza la carretera de asfalto cuarteada y hundida; vehículos destrozados y cadáveres desperdigados afloran en cada curva, tras cada olivo, como testigos mudos de los últimos días de combates. Excepto algunos milicianos, casi todos los muertos son muy jóvenes...semillas estériles sacrificadas antes de haber dado fruto. Y es que en la guerra son los padres los que entierran a sus hijos. Se habrán ido sin haber yacido con una mujer que les haya mirado a los ojos, que es lo único que realmente da sentido a la vida y quita los miedos. Nadie debería morir sin sentir eso, sin atreverse a soñar lo imposible mientras siente la breve eternidad de un beso. Es injusto.
Casas blanqueadas y niños famélicos nos esperan con cara de angustia, y el aspecto de llevar ahí desde siempre, de ser parte del paisaje junto a las casas, callejones y plazas. Parece que esperaran algo que les cambie sus raídas vidas, algo que sin embargo no termina de llegar. Y no llega porque ya no queda nada por venir; porque hasta la Imaginación cayó fusilada los primeros días de la guerra, ultrajada y desnuda, junto a sus hermanas la Inocencia y la Virtud.
Entramos en Palma del Río por la carretera de La Campana, cruzando el Río Genil -justo antes de que se funda con el Guadalquivir- para pasar el Arco de la calle Ancha, dónde viejas de pañuelo en cabeza y caras agrietadas -por el sol, el frío y las desgracias- nos observan con mirada opaca y llaman a los de su casa para que se nos acerquen con fingida alegría...nos vitorean y de camino piden alguna lata de sardinas o un chusco de pan. Y es que Andalucía languidece moribunda, despojada y sola, entre resentidos, tiranos y analfabetos sin alma con pistolas al cinto...Nada que no haya pasado ya antes por esta tierra de luz y esperanza. Y es que éste trozo de España sólo sobrevive gracias a que no deja de traer al mundo mujeres de pelo negro y ojos mágicos; lobas de rasgos duros y bellos, que embrujan a los caminantes con manzanas verdes, haciéndoles beber de su mirada salvaje y dejándoles nadar en sus ojos de miel de brezo, para saciar su soledad y redimirlos de cualquier pecado.
No nos hemos aún bajado del camión cuando empieza el tiroteo. Varios “pacos” nos castigan con fusilería desde lo alto de las murallas de la ciudad, entre el Palacio Portocarrero y el Ayuntamiento, justo a la altura de la Iglesia de la Asunción. El jefe de centuria me manda con mi sección para que limpie la zona, y con la decisión de un solo hombre intentamos acercarnos por la calle de la Muralla en fila de a uno, huroneando en zigzag mientras disparamos a ciegas para brindarnos cobertura. Sin embargo otro pelotón de milicianos con el que no contábamos, empieza dispararnos desde una casa cercana, con una ametralladora que sin duda proviene del asalto al cuartel de la Guardia Civil del pueblo el 20 de julio pasado. El ataque nos pilla por sorpresa y somos blancos fáciles incluso en manos de tan inexpertos enemigos. Uno de mis hombres pierde parte del cráneo de un balazo y tras un cómico traspiés de muñeco roto, aterriza en la acera con un sonoro crujir de huesos; otros dos han corrido ya la misma suerte cuando mi amigo Coto se encoge y se arruga sobre su estómago, cayendo flácido hacia el lado de la calle Arquito. Mientras, otras balas rebotan delante mía, lanzándome fragmentos del viejo muro almohade en la cara, haciéndome perder momentáneamente la vista. Nos pegamos al muro todo lo que podemos, para evitar el fuego, mientras Coto se desangra a pocos metros de mí. Me pide la mano para que le saque de ahí, pero no puedo dársela, y ni siquiera alargándole el fusil consigo que pueda agarrarse para traerlo hacia mí. Entre los disparos suenan insultos y nos llaman rebeldes, fascistas y traidores.
Es entonces cuando la veo. Una mujer agazapada se arrastra para agarrar a Coto por las alpargatas y llevarlo hasta zona segura. Los disparos le pasan por encima y le rebotan al lado, pero ella no se inmuta. Tras rescatar a mi amigo y ponerlo contra la pared, se incorpora y me dirige la mirada. Respira excitada, tocándose el corazón mientras con la otra mano se apoya en la pared para recuperar fuerzas. Su pecho se hincha sensualmente con cada inhalación, marcando sus senos bajo su vestido oscuro. Le suda la frente. Parece una diosa griega expulsada del Olimpo por ser tan humana. Me impresiona su cuerpo delgado lleno de vigor, sus ojos castaño intenso y sus labios finos, con frente ancha y pelo liso azabache que le cubre parcialmente un lado de la cara, para rebosar en los hombros, y que contrasta con su piel blanca, inmaculada y tersa. En medio de un tiroteo, mientras mis hombres mueren delante de mi, todo se queda en suspenso, todo se para, porque yo tengo que admirar a esa mujer. No puedo hablar, pero articulo con mis labios un sordo “gracias”, al que ella corresponde desde la esquina de la calle con una leve sonrisa.
Horas después Coto se encuentra a salvo y se recupera del tiro en las tripas en el Convento de Santa Clara, que aunque saqueado y quemado, se ha habilitado como pequeño Hospital de Sangre. Es un mal paciente y no para de quejarse, pero aunque la herida es grave, parece que tener el estomago vacío le ha salvado la vida, con lo que es de suponer que en poco tiempo volverá a nuestra centuria.
-¿Cuantos compañeros han muerto?- Me dice.
-Cinco: Leal, Santos, Gamero, Germán y Gálvez-
-Descansen en paz...eran buenos chicos ¿Sabes quien me salvó?- Me interroga interesado.
-Una mujer del pueblo.
-¿Era joven, era guapa, sabes quién es?- Insiste nervioso.
-Era preciosa...pero no sabemos quien es...ya había desaparecido cuando, tras la refriega, volvimos a buscarte.
-Le debo la vida- Reflexiona
En silencio pienso que yo también le debo algo -quizás volver a creer en las personas-, mientras abandono la estancia para que mi amigo duerma un poco.
Durante los tres días siguientes que paso en el pueblo, no hago mas que buscarla...por las plazas de abastos, por las cantinas y hasta en la cárcel y el burdel del pueblo. Incluso con un pellizco en el estómago me acerco al depósito, donde se almacenan cuerpos que esperan recuperar su nombre y su cara algún día, en ésta vida o en la próxima. Pero nada. Y eso que tengo todas las puertas abiertas, ya que además de ser mando de Falange, como sastre en la vida civil les he hecho los uniformes a la mayoría de los peces gordos del Bando Nacional que pululan actualmente por éste frente, imponiendo su voluntad.
Dado por vencido, pensativo y triste porque tengo que marchar, me monto en la cabina del camión tras recoger mi equipaje de la pensión y abrir un paquete de “Leales” que comparto con el conductor, el cabo Laguillo. Fumamos los dos mientras miro por la ventanilla.
-¿Que día es hoy cabo?- Pregunto desanimado.
-...27 de agosto mi Alférez...27 de agosto de 1936.
Es en ese momento en el que habla el cabo cuando la vuelvo a ver. Está a punto de entrar en los “Corralones de Don Félix” al lado de la iglesia barroca de La Asunción. La mujer, desesperada, pide clemencia por un hombre que llevan para “darle el paseo” y del que dice que no ha hecho nada malo. Sus gritos se escuchan desde lejos. No he querido dar certeza a los rumores sobre el dueño de los corralones y cacique local, Don Félix Moreno Ardanuy, terrateniente, ganadero y dueño de medio pueblo; pero ahora veo lo que está haciendo. Además, una mujer así no puede mentir. Desde mi pensión ya desde temprano he estado oyendo el tableteo de una ametralladora, y ahora veo de qué se trataba. No hay honor en ésto.
Me bajo apresuradamente del vehículo y entro en el enorme corral, pistola en mano y con el cabo Laguillo a mi lado, que espera a que estemos cerca de los soldados para acerrojar su fusil. Son más que nosotros, y si nos liamos a tiros tenemos las de perder, así que no nos queda otra que ir de farol y de bravucones. El intenso calor hace que dentro ya huela a cadáver, al haber decenas de muertos de esa misma mañana desperdigados por todas partes. El desgraciado al que van a matar está ya en fila con los demás en el paredón y llora. La mujer me mira con los ojos en puro llanto y muy abiertos -esos ojos que me dicen tanto- ya sin saber que hacer. Mientras yo conmino a los soldados y al suboficial a que me entreguen al condenado, justo a punto de abrir fuego. El sargento lo saca ante mi tono exigente, y me dice que esperemos unos minutos, que lo hablará con el comandante cuando acabe con los que aguardan...La mirada de los que se quedan esperando la muerte es indescriptible. Estamos los cuatro saliendo furtivamente por la puerta cuando se escuchan las detonaciones. Entonces les digo que desaparezcan lo antes posible, mientras Laguillo me recuerda que nos la estamos jugando y debemos salir ya. Ella se aleja pero no deja de mirarme, y yo tampoco puedo apartarle mis ojos ...no sé quien es ese hombre al que acabo de salvar la vida; no se si es su marido, su hermano o su amigo, ni siquiera conozco el nombre de la mujer...ni a dónde podría volver a buscarla. Nos montamos en el camión y circulamos paralelos a ellos a su izquierda para evitar que el comandante y el sargento que ya nos están buscando los puedan ver...el camión carraspea al entrar la marcha y el motor se revoluciona; nos acercamos a una callejuela, por la ventana intento darle la mano, pero ella no me la da...Laguillo acelera y es entonces cuando ella me ofrece la suya, pero yo ya no la puedo alcanzar...se meten tras la esquina mientras seguimos mirándonos.
Es entonces cuando articula con los labios un sordo “gracias”. Yo le correspondo con una enorme sonrisa.