Cuando mi madre me golpeaba e insultaba, yo me limitaba a tratar de evitar los golpes. Hasta que un día, una tarde de verano, se le fue la mano y me dejó en coma. Durante los meses posteriores a la recuperación sufrí fuertes dolores de cabeza –me golpeó con un cenicero enorme que se había traído mi padrastro de Canarias después de trabajar dos semanas pintando un hotel–. También tuve problemas de orientación, mareos constantes y cierta dificultad para construir frases. A veces estaba patinando por la Plaza Mayor y el lugar desaparecía. No sabía dónde estaba. Me quedaba mirando a la gente, a los turistas, y todo me parecía extraño. Recuerdo mirarme las manos y no saber qué eran unas manos. Movía los dedos y parecía que se movían solos. Una sensación de irrealidad que duraba pocos segundos, pero que me dejaban sumido en la confusión y el miedo.
Nunca más volvió a golpearme, y a partir de ese desastroso episodio mostró respeto por mí. En parte, supongo, porque se sentía culpable. Y en parte –eso también– por cómo la miraba yo cuando se ponía demasiado nerviosa. La miraba fijamente. La retaba a repetir.
Poco después recogí mis cuatro cosas, las metí en una mochila, y me largué para no volver jamás.
Tardé más de diez años en lograr perdonarla. En entenderla. Porque sí, traté de justificarla mil veces. Hasta que me di cuenta de que no necesitaba justificarla, sino, simplemente, perdonarla. La perdoné cuando ella llevaba ya dos años muerta. Dos putos años en los que, como pueden imaginar, tuve toda clase de sentimientos encontrados. Desde la tristeza por haber perdido a mi madre, pasando por el odio, la culpa, y de nuevo la confusión. Pero la perdoné. Dos años de borracheras y visitas al psiquiatra. Un hermoso legado que casi me cuesta mi matrimonio.
La violencia es un mal asunto. Yo también la he ejercido. A veces me pegaba con tipos que sabía que me vencerían. Eran más fuertes. Pero yo no daba un paso atrás porque sabía lo que era recibir golpes, y sabía también que era peor no recibirlos.
Aún hoy, tanto tiempo después, a veces noto esa violencia dentro de mí. La clave para que no salga es el amor propio. Entender que, pase lo que pase, me sigo teniendo a mí. Que yo me cuidaré. Que no hay nada que pueda hacer que pierda lo que he conseguido en mi vida por no saber controlar unos impulsos que están ahí, pero que están para destrozarla, para destrozar mi vida. Son los demonios y seguirán ahí. Pero con ellos hay que hacer lo que yo hice con mi madre: mirarlos fijamente. Retarlos. Y vencerlos sólo con eso.