JUEGOS DE MANOS, JUEGOS DE VILLANOS
(La princesa manca, Gustavo Martín Garzo, Madrid, Ave del Paraíso, 1995.)
“Por eso había pensado en su hija, y lo que había venido a pedirle era su mano.”
Gustavo Martín Garzo, La princesa manca (p. 139)
En ese maravilloso cuento de cuentos maravillosos que es y será La princesa manca, la reconciliación de dos mundos paralelos —el real y el de los sueños— en una única superrealidad onírico-real logrará reintegrar a todo un pueblo en la felicidad colectiva.
La mutilación de la mano izquierda de todas las muchachas con el fin de evitar que “la princesa manca” se sienta inválida —con ecos del contrahecho príncipe de Bomarzo en su jardín de esculturas clásicas deformadas, en la novela epónima de Mujica Láinez—
no consigue evitarse con la “petición de mano” —la derecha, se sobreentiende— de un pretendiente con quien el rey está en deuda. Esteban, un muchacho cuyo rito de paso, tras la muerte de su abuelo —reduplicación en espejo, o puesta en abismo, de ambos personajes en sendos cuentos—, relata el cuento, y testigo a la vez, del cuento de hadas,
descubre, gracias al profesor Arcimboldo —y tal vez no sea casual el apellido de aquel artista manierista conocido por la recreación de figuras a base de puzzles de objetos—,
la almáciga en que un mago conserva —en un anticipo de lo que serían en un futuro los trasplantes de órganos— las manos amputadas de las muchachas —“miles, o millones (más o menos), de manos cortadas”, que escribía el expresionista Kepa Murua, en Las manos—, lo que cerrará la herida de las muchachas, cicatrizará el muñón del egoísmo, reintegrará el miembro perdido en el organismo y restaurará la armonía en todo el reino, dándole un “corte de mangas” a la prosaica realidad, gracias a los juegos de manos —de un prestidigitador de la poesía, ilusionista de los cuentos—… y a sus juegos de villanos.
Y DOS NOTAS AL PIE JUNTILLAS
- VERDE (AGUA) QUE TE QUIERO VERDE
El título de la autobiografía de Marisa Madieri (última edición, minúscula, 2014), Verde agua, sugiere una interpretación polisémica, cambiante como la propia imagen: en la primera, más correcta, la sustantividad recae en agua, en cuyo caso verde es una cualidad, un adjetivo explicativo, un epíteto que reafirma el verdor implícito de agua;
la otra, más poética, confiere la sustantividad al [color] verde —mutando cualidad en sustancia: sustantividad del color—, a la vez que, con el procedimiento inverso, muta el sustantivo agua en cualidad, matiz cromático, que especifica la tonalidad del agua.
La obra de Madieri, que transcurre en el escenario de la bahía de Trieste, no evoca, sin embargo, el líquido elemento, sino al color de ese agua como símbolo de su vida. Y así lo confirma a no muchas páginas del final del libro de su vida: “También verde agua se llamaba aquel color, porque para mí es aún hoy el color del amor” (p. 138).
Y “[…] ese color verde agua que es el color de la vida”, afirma, a propósito de una laguna artificial cercana a Trieste (Microcosmos, Anagrama, 2014, p. 71), de un color “verde esmeralda, como demostración de que el artificio no es menos encantador que la naturaleza (p. 65), el escritor Claudio Magris, marido a la sazón de la autora, en un juego de vasos comunicantes, que reconoce igualmente en un río próximo, como una luz: “su color verde agua es suficiente para que el valle se vuelva más claro” (p. 62).
Y es que, una vez consensuada su connotación subjetiva, íntima, ¿triestintestinal?, en su comunidad emotiva, y más allá de las influencias o la “angustia del plagio” —¿dos que duermen en el mismo colchón se hacen de la misma sensación?— “verde agua” se torna, cabrilleante, machihembrado símbolo del amor de ella y de la vida y la luz de él —“razón por la cual es tan frecuente que marido y mujer terminen por parecerse”, como ya escribiera Ernesto Sabato en Sobre héroes y tumbas, ed. Seix Barral, 1976, p. 369—.
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2. ¿CHARADA o FILOLOGÍA FICCIÓN?
“[…] con los vidrios con los que fabricaba
Spinoza sus lentes para ver
a Dios en todas partes nos haremos
un espejo que copie solamente
dos cuerpos en batalla destruyéndose
con la alegría de quien sabe que es así
como nacen los universos”
Juan Bonilla, “Filosofía”, Hecho en falta (poesía reunida) (Visor, 2014, p. 17.)
En los últimos versos de esta ¿estancia? de la silva libre que constituye “Filosofía”, este exégeta había querido ver en el encabalgamiento suave “[…] destruyéndose/con la alegría […]” la representación visual —iconográfica— de sendos “cuerpos en batalla” ¿machihembrados? en la continuidad —apenas un amago de interrupto— entre el verso encabalgante —“…destruyéndose…”— y el encabalgado —“…con la alegría…”—, que confirmara mediante la ruptura sintáctica la imaginería semántica —los amantes—.
Pero es aquí cuando le viene a la memoria la ridiculización a la que sometía Sánchez Ferlosio (Las semanas del jardín, Destino, 2003, pp. 214-219) a Dámaso Alonso, por pretender ver en el endecasílabo gongorino “cuanto las cumbres ásperas cabrío” —que desplaza “cabrío” tres palabras más adelante del lugar correspondiente en la oración— el “salto de la cabra”, cabreado Sánchez Ferlosio, por la charada de una pseudoimagen sintáctica incompatible con la que, de por sí, y desde la semántica debe ofrece el verso —la imagen nace del significado de las palabras y no de la escritura del significante—.
Su gozo en un pozo. El del exégeta, digo. Y, abundando en la tesis del Maestro —de Ferlosio—, observa que todos, ¡todos!, los versos de esa estrofa están encabalgados —valiera el “cumplimiento imaginativo” de Dámaso Alonso para el caballete de la nariz de los “lentes” de Spinoza, pero no para el resto, salvo que se especule con “espejo”—.
Si bien no es menos cierto que la regularidad endecasílaba cede —“destruyéndose”— en los tres últimos versos (11, 13, 9), pese a mantener el acento estrófico en sílaba par.
Un alarde de filología ficción, piensa el exégeta. Charada, en fin; e “insignificancia”.
Y, sin embargo, algo en él se resiste a dejar de exponérselo al lector: el muy (exé)jeta.