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ISSN 1989-4163

NUMERO 82 - ABRIL 2017

Remembranzas (XIV) - Siempre Tendremos París (1ª Parte)

Joaquín Lloréns

Las relaciones de mi padre con los idiomas eran, cuanto menos, singulares y cada vez que hacía uso de una lengua distinta del castellano, daba lugar a situaciones anecdóticas, cuando no jocosas.

La primera y más frecuente se producía cuando le llamaba por teléfono alguien de Jijona, su pueblo natal y sede de la empresa turronera que fundó mi abuelo y en la que trabajó durante toda su vida laboral. El teléfono fijo de baquelita negra se encontraba al principio del pasillo, zona de paso ineludible, ya que se encontraba entre la cocina, el comedor y el salón, por lo que tener una conversación privada era poco menos que imposible. Cuando se daban una de aquellas llamadas, su conversación no dejaba de sorprenderme a mí, monolingüe en mi infancia. En su cabeza se producía ese cambio de chip de los bilingües y se ponía a hablar en valenciano de súbito, cambiando, como sucede tan a menudo, hasta el acento. Lo realmente gracioso es que aquel valenciano de pueblo aprendido de modo oral en su infancia no era lo que ahora se estudia en los colegios de la comunidad autónoma, sino una especie de castellano cuya variedad consistía en cambiar el acento y eliminar la última de las vocales de las palabras castellanas, por lo que producía más hilaridad que asombro.

Aquella ubicación, tan de cruce de caminos, del único teléfono de la casa dio más de un susto a algún invitado ocasional cuando llamaban a mi padre del trabajo a la hora de la comida. Mi progenitor cogía el teléfono con tranquilidad y, sin preocuparse de que alguien estuviera por allí escuchando lo que decía, comenzaba la conversación con un: «Hola, Amor. ¿Qué pasa?». Recuerdo haber sido testigo de más de una de estas ocasiones en las que el invitado de turno oía ese saludo y miraba con cara de estupor a través de la vidriera hacia el comedor, donde mi madre permanecía en la mesa con los demás comensales. Eran evidentes los pensamientos que pasaban por la cabeza del invitado: «¡Qué valor! Y con su mujer a pocos metros, que le puede oír…». Tras unos segundos en los que dejaba al testigo alucinar con lo escuchado y lo que parecía implicar, le aclaraba la situación: «Es su secretaria. Se llama Amor». Las caras de alivio que ponían eran dignas de verse.

Pero este artículo se desliza hacia otra historia en la que me recrearé al final y que acude a mi memoria cada vez que escucho a Rick Blaine decirle a Isa Lund: «Siempre nos quedará París». En nuestra familia corría una curiosa anécdota que tuvo lugar durante el viaje de novios de mis padres. A esa me refiero, pero no os entusiasméis. No es de índole pornográfica. Ni siquiera pícara. La censura de la época no lo hubiera permitido. Además, mis progenitores, al menos conmigo, jamás tuvieron una confidencia de esa índole. Aún recuerdo cuando, con algo de malicia, tras ser informado por amigos de donde venían los niños, le pedí explicaciones a mi madre al respecto. Ella me miró y tras unos segundos en los que yo me divertía constatando su apuro, se limitó a decir: «Eso mejor lo hablas con tu padre. Ya le diré que hable contigo». Poco tiempo después, mi espartano padre me cogió por banda y con evidente incomodidad me habló de las abejas y de otras metafóricas explicaciones sobre el sexo. La verdad es que me defraudó. Yo esperaba algo mucho más directo y escabroso que me diera pistas sobre el funcionamiento real de aquello, pero se trató más una clase de biología que otra cosa. Imagino que aquella pequeña encerrona que les preparé se debió al estupor e incredulidad inicial que, como a casi todos los niños o adolescentes, especialmente en aquella época en que el sexo era tabú, se me despertó al descubrir cómo había sido concebido.

Volviendo a la anécdota, que no recuerdo quien me la transmitió –aunque dudo mucho que fuera ninguno de sus dos protagonistas, ya que las interioridades de su relación eran un tema que tampoco jamás vi expuesto–, se produjo en París. Sí, la ciudad de donde vienen los niños. Mis padres fueron a pasar allí un par de semanas tras su enlace matrimonial. A mi padre, a quien nunca le gustó viajar y que lo de pasearse por museos sospecho que le parecía una manera horrible de pasar los días, se le ocurrió aprovechar el tiempo y acudir junto a su flamante esposa a una academia para mejorar su francés. No sé qué nivel tendría, pero dado que su educación se produjo durante la guerra –en casa, sin poder asistir al colegio­– y unos pocos años posteriores hasta sacarse el título de intendente mercantil, sospecho que no era muy alto. Esos antecedentes… y que jamás le oí hablar en francés, a pesar de que en la estantería del salón se podía ver una caja con una docena de vinilos de 33 revoluciones que complementaba el libro del Método Assimil y que más tarde intenté seguir yo… infructuosamente. En alemán sí le escuche hablar –es un decir–, y si me tengo que guiar por analogías… Para que os hagáis una idea de su alemán, os pongo el ejemplo que repetía cada vez que venía a visitarnos en verano, ya anciano. En nuestra urbanización, el noventa por ciento de los vecinos son alemanes monolingües. Él, todo animoso, bajaba a la piscina y se acercaba al desprevenido alemán de tu turno que tomaba el sol en una hamaca. Una vez frente a él le espetaba: «Morguen, javen si?», que era su versión del «Morgen, wie geht's?». Con ello conseguía despertar la atención del teutón y, a partir de ese instante, seguía hablando, pero ya en español, como si su extraña versión del educado saludo fuera una varita mágica que hiciera innecesario hablar en alemán para que le entendieran. Las caras de pasmo de mis vecinos durante los siguientes minutos eran un poema. No me extrañaría que todo su bagaje de alemán se redujera a las frases literales en ese idioma que salían escritas en las novelas bélicas que leía en su primera juventud.

En cuanto a su nivel de inglés, este quedó retratado tras el primer viaje en verano de mis dos hermanos mayores a Irlanda. Nada más aterrizar en Sondica, según me han relatado tantas veces, mi progenitor, con la satisfacción en el rostro de quien camina por terreno conocido, les preguntó con aire de examinador: «Guachumela?». Mis hermanos se quedaron con la boca abierta sin saber qué contestar. Se miraron la una al otro y volvieron a mirar a mi padre. Después se acercaron y le dieron un beso en la mejilla, como para dejar que el sonido de aquella inextricable frase se alejara por el aire del aeropuerto y conseguir que pareciera que no había sido pronunciada. Pero mi padre no era un hombre que dejara las cosas a medias y le costaba captar las indirectas, así que insistió una y otra vez con aquel «Guachumela?» hasta que a mi hermano no le quedó otra que preguntarle qué quería decir con aquello. «¿Qué va a ser? Que ¿qué tal estáis?». Nunca se averiguó cómo el «What’s up?» se había mutado en «Guachumela?».

Como contaba, se apuntaron los dos a una academia de francés. El primer día les hicieron una prueba de nivel. Creo recordar que les pidieron que escribieran un texto sobre algún tema común. Como decía la crónica familiar, mi padre hablaba “algo” de francés y mi madre, nada en absoluto. Al menos eso es lo que nos contaron. Cuán no sería su sorpresa al día siguiente, al mirar en el tablón donde se les habían asignado las clases, que mi madre estaba varios niveles por encima del de mi padre. Imagino las primeras miradas de sospecha del primer engaño marital. En cualquier caso, rápidamente fueron al despacho de la directora a pedir aclaraciones sobre aquel, aparentemente inexplicable, resultado de la prueba de nivel. La francesa, sin inmutarse, les explicó –¿En español? ¿En francés? Las leyendas suelen tener estas lagunas que a uno le hacen recapacitar– que la calificación se hacía en base a los fallos cometidos en la redacción. Mi padre tenía, pongamos, doce. Mi madre solo tres. Y es que el texto de su redacción había consistido en lo siguiente: «No sé nada». Según decía la historia, se aclaró definitivamente la historia y a mi madre le pusieron en el nivel más básico, lo que debió dejar las aguas más calmadas en aquellos tiempos de “superioridad masculina” –hoy se le llamaría machismo– entendida. Comenzar el matrimonio con una muestra de superioridad intelectual femenina hubiera sido algo difícil de encajar para mi padre, indudablemente. Y eso que, sin embargo, creo que todos los que convivimos con ellos llegamos a la conclusión de que, en verdad, mi madre era la más inteligente de la pareja. Y lo demostraba, entre otras cosas, aparentando de puertas para fuera que quien llevaba la batuta era mi padre y no fui testigo jamás de un alarde por esa dominación. Por otro lado, en Bilbao esa situación está generalizada. Él era bastante básico y simple, como lo somos la mayoría de los hombres. El que mostraba su mal genio era él. Mi madre aparecía ante todos como un alma caritativa, generosa y oliendo casi a santidad, que soportaba cristianamente y con ánimo a aquel hombre lleno de manías cuyos intereses se limitaban a la caza, la música clásica y algo de lectura. La culta era ella, a pesar de que no llegó a la universidad. La que disfrutaba del arte, de la gastronomía, de la decoración, de la moda… Pero aunque los “sermones” y los castigos los daba él, sospecho que la mano que movía los hilos era la de ella. Lo digo por propia observación, análisis de los fragmentados recuerdos y por la siguiente situación. A partir de mi adolescencia, mi relación con mi padre era, digamos, distante. Un clásico ejemplo de la fase que los sicólogos definen como “matar al padre”, pero sin virulencia; más bien de índole introspectiva. Cuando a mi madre se le desarrolló el tumor cerebral yo ya era el único de sus hijos que aún vivía con ellos. Un día ella se me acercó –previendo lo que devendría en no largo plazo– y me intentó convencer de que fuera más cercano a mi padre; que mantuviera una actitud más próxima a él si nos quedábamos solos. Yo la escuchaba con esa estúpida falsa superioridad propia de esa edad. Luego, como gastando un último cartucho al que no hubiera querido recurrir, añadió en palabras que reconstruyo, más que recuerdo: «No creas que los castigos y reprobaciones que tu padre te hace son solo suyas… En el fondo soy yo quien le hace tomarlos». En aquel momento me pareció que se trataba de un voluntarioso y generoso intento de acercarme a mi padre, pero los años me han llevado a concluir que realmente era así. De que ella era “la mano que mece la cuna”.  

Continuará...

 

Feli

Boda

 

 

 

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