Ante el estreno de la última película de Alex de la Iglesia me pregunté cuándo fue que renuncié a seguir esperando una obra redonda, o al menos a la altura de su encumbramiento mediático, por parte del director bilbaíno y como a menudo sucede en estos casos me bastó pararme a pensar para sufrir un ataque de vértigo. Había pasado mucho tiempo: más de quince años. Desde 800 balas, he ido dejando pasar cada estreno de De la Iglesia sin que la fanfarria promocional que los envuelve hiciera la menor mella en mí. Tanta frialdad durante tanto tiempo, concluí, es equiparable sólo a la de quien ha sufrido un profundo desengaño lo que me animó a echar la vista atrás para tratar de identificar la naturaleza del mismo.
Recordé que en su día Alex de la Iglesia integraba un cuarteto que durante un tiempo pareció llamado a renovar de arriba a abajo un cine español necesitado de una buena sacudida. El grupo en cuestión lo completaban Julio Médem, Juanma Bajo Ulloa y Enrique Urbizu. Dicha selección no deja de ser un poco arbitraria ya que deja fuera otros nombres que podrían formar parte de la camada. Pienso en Icíar Bollain o Isabel Coixet aunque por distintas razones no pude seguir los inicios de sus carreras con la misma atención. Influye también el hecho de que los integrantes del mencionado cuarteto son vascos y compartimos generación –por lo mismo podía haber incluido a Daniel Calparsoro cuya ópera prima, Salto al vacío, ofrecía una visión también rupturista y coincidente en el tiempo-, circunstancias que me los hicieron más próximos e interesantes. Sin duda, la trayectoria de cada uno de ellos ha sido singular pero si en algo han coincidido es en defraudar las expectativas que un día se puso en ellas, no ya por quien esto escribe sino por los medios y por la industria del cine español que contribuyó a lanzarlos.
El caso de Julio Médem destaca por su fulgurante ascenso y estrepitosa caída. El éxito crítico que acompañó a su trayectoria alcanzó el paroxismo con Lucía y el sexo, su quinta película, un fenómeno que no compartí. Visualmente potente e imaginativa, su estructura me pareció tan confusa que los momentos más intensos y logrados no conseguían salvar el conjunto. Ante las alabanzas llegué a pensar que el problema era mío hasta que un segundo visionado me reafirmó. Ya me había defraudado, de hecho, con su anterior película, Los amantes del círculo polar, tras las esperanzas concebidas sobre todo con La ardilla roja –irregular pero original e inquietante- y Tierra –también original y atractiva pese a su evidente desequilibrio- aunque quizá más por lo que en ellas se intuía o insinuaba que por lo que en realidad ofrecían si bien era innegable que en ellas se atisbaba una visión y un lenguaje propio. La recreación de la tradición vasca a través de una visión cainita que marcaría su debut en Vacas me había dejado frío pero fue precisamente su regreso al microcosmos vasco tras el éxito de Lucía y el sexo, esta vez en forma de ambicioso documental, a fin de ilustrar la complejidad del conflicto allí enquistado, en La piel contra la piedra lo que marcó el punto de inflexión en la trayectoria del director donostiarra. La decisión se reveló temeraria en un país y una sociedad harta, poco proclive a los matices respecto de un conflicto que solo parecía admitir una dicotomía: blanco y negro, buenos y malos. El hasta entonces intocable Médem no tardó en comprender el precio que conllevaba su osadía, más aún en una España gobernada con mano férrea por José María Aznar. Aun así, el desastre llegó con su siguiente película: Caótica Ana, un proyecto surgido del dolor personal tras la pérdida de su hermana en accidente de coche que por alguna misteriosa conjunción de factores concentraba en hora y media todos los defectos de su cine amplificados pero esta vez huérfanos de esos hallazgos que hasta entonces le habían permitido salvar la cara o incluso deslumbrar a los espectadores más impresionables, empezando por una escritura tan prometedora como desequilibrada y la idealización de su protagonista hasta límites inalcanzables para el espectador. El batacazo fue tan sonado que desde entonces, aunque apoyándose para sus proyectos en actrices de indudable atractivo, Médem no ha conseguido relanzar su carrera.
El caso de Juanma Bajo Ulloa es, por distintas razones, casi tan llamativo como el de Médem. Su debut, Alas de mariposa, una dura película de corte intimista y penetrante psicología femenina, supuso un campanazo y le llovieron premios y reconocimiento, dinámica que, aunque más atenuada una vez descartado el efecto sorpresa, tendría continuación con La madre muerta. En el caso del director vitoriano, el punto de inflexión llegaría con su tercera entrega: Airbag, un auténtico bombazo en taquilla gracias a una película que curiosamente refutaba de principio a fin el cine mostrado en sus dos primeras películas. La visión personal, áspera y claustrofóbica pero de enorme sensibilidad, dirigida a un público exigente, cedía de pronto paso al cine más gamberro, chistoso y palomitero. El giro fue tan brusco y el éxito tan arrollador en uno y otro caso tratándose de visiones contrapuestas, que al espectador atento sólo le quedaba o rendirse de admiración o mostrar su profundo desconcierto. Pero el triunfo aparente pronto dejó entrever su cara más amarga al trascender agrias desavenencias con la productora de la película respecto del reparto de los beneficios. Algo serio en cualquier caso debió pasar para que el máximo responsable de semejante taquillazo cayera en el ostracismo y se viera en enormes dificultades para volver a rodar otra película. Cuando ésta por fin llegó pasó prácticamente desapercibida. Frágil suponía un regreso a la visión más personal del director y éste volvía a mostrar su osadía en una producción lastrada por los escasos medios con que fue rodada. Al retomar pasado un tiempo el registro gamberro con Rey gitano, una vez superada la sorpresa que supuso Airbag y ante la impresión de encontrarme ante un remedo de aquella, mareado así mismo ante tanto bandazo arrojé la toalla lo que no ha resultado difícil ya que desde entonces, por alguna razón, no se ha prodigado.
El bilbaíno Enrique Urbizu no parecía poseer las ínfulas rompedoras que al menos en un principio pareció caracterizar las trayectorias de sus compañeros de cuarteto si bien su segunda película, Todo por la pasta, llamó la atención por su acierto en la fusión del género negro con el cine de comedia cosechando buenas críticas y éxito de público con un enfoque que tuvo un efecto refrescante. Su obra posterior fue prescindiendo del componente irreverente que caracterizara a aquella para, alternando trabajos de encargo, acabar decantándose por un lenguaje más académico centrado en la tradición del cine negro. Su apuesta más personal pasó por la búsqueda de la complicidad de un actor con tirón entre el público, José Coronado, con quien rodó tres películas –la más conocida quizá sea la primera de ellas: La caja 507-, lo que pareció garantizarle resultados en taquilla aun al precio de dar la impresión de que su cine respondía a una fórmula con el consiguiente riesgo de encasillamiento. Durante un tiempo asumiría también responsabilidades de gestión en uno de los equipos directivos que se hizo cargo de la Academia de Cine. Sus películas se han ido estrenando de forma irregular pero no tardó en quedar claro que el ímpetu innovador no formaba parte de su adn como director sino más bien la búsqueda de un nicho gracias a un lenguaje propio enmarcado en la tradición. Acabó centrándose en proyectos para televisión.
Por fin, Alex de la Iglesia, con el apoyo de Pedro Almodóvar, fue el que irrumpió de forma más atronadora gracias a Acción mutante, una revisión del género de ciencia ficción –ya de por sí una anomalía en el cine español- desde la irreverencia descacharrante, una propuesta que tendría continuidad con El día de la bestia –para muchos su obra más lograda, quizás junto a La comunidad- pero que dejaban entrever unas flaquezas que el director bilbaíno no se vería capaz de superar y que, paradójicamente, se irían ahondando con la acumulación de experiencia, muy especialmente su acusada tendencia a los altibajos, su dificultad para afianzar desarrollos a la altura de su osados planteamientos. Es como si una y otra vez se empeñara en demostrarnos que su talento no está a la altura de su desmedida ambición. Ello no quita para que algunas de sus obras tengan un indudable interés y valiosos hallazgos pero a la postre ninguna de ellas parece estar a la altura de las expectativas siempre bien alimentadas por un astuto dominio de los golpes de efecto y la mercadotecnia. De la enorme ambición y arrolladora personalidad de De la Iglesia dio prueba su breve pero tumultuoso paso como máximo responsable de la Academia de Cine, el cual sirvió para difundir sus contradicciones a los cuatro vientos hasta el punto de que la controversia que envolvía al personaje amenazó por momentos con eclipsar a su obra. Pese a todo, es el único miembro del cuarteto que estrena películas con regularidad y que parece haber conseguido mantener el interés del público pese al paso de los años.
Las vicisitudes del improvisado cuarteto ponen de manifiesto, cada uno a su manera, las enormes dificultades que conlleva sostener una trayectoria artística en el tiempo en un sector tan complejo como el del cine, más aún cuando se intenta desde un espíritu innovador o transgresor propio de la juventud y éste, por razones más o menos fundadas, alimenta las expectativas. Es algo al alcance de muy pocos. Son demasiadas las variables que entran en juego y es muy difícil manejarlas todas a satisfacción, evitar que la ilusión se acabe diluyendo, más aún si no se obtiene el reconocimiento fuera de España. Cada estreno de estos directores los sigo ya sólo con el rabillo del ojo pero no hay acritud ni desengaño en mi actitud. Es más, en el fondo estoy deseando que alguno de ellos me sorprenda con una película incontestable, lo que se denomina una obra maestra. Nada me satisfaría más que ver reivindicadas, una vez ya no contaba con ello, las esperanzas que un día puse en ellos.