Albertine ya no
Durante mucho tiempo ha dominado en la crítica cultural la creencia de que los dramaturgos gays emplean a los personajes femeninos de un modo apropiativo para hablar de sí mismos. Es hora de hacer algunas precisiones al respecto. Espero que mi objeción sirva para aclarar algunos aspectos de esta línea interpretativa que pueden llevar, en ocasiones, a peligrosos malentendidos. En la crítica literaria gay ha proliferado un término, tomado de la prosa y el personaje de Proust, que recibe el nombre de “Estrategia Albertine” y que consistiría en cambiar el sexo de un personaje masculino (en este caso se supone que el chofer del escritor francés) convirtiéndolo en otro femenino para así facilitar la enunciación homosexual en la escritura. Esta denominación ha podido ser útil para sacar a la luz a algunos autores que han sido leídos, de un modo cegato y homofóbico, como heterosexuales o asexuados (sin ir más lejos, por ejemplo, el propio Proust) llevando a primer término las claves homosexuales de sus textos. Lo que puede ser una herramienta útil de deconstrucción o, cuando menos, relectura de los textos ha acabado convirtiéndose en una losa por la que todo personaje femenino destacado en la obra de un autor gay puede leerse como un gay oculto, como un homosexual disfrazado de mujer o incluso como un travestido. Esta apreciación generalizadora lleva a devaluar la sensibilidad de los autores convirtiendo su destreza para caracterizar a personajes femeninos en una consecuencia de su sexualidad que, inevitablemente, se plasma en la escritura y que lleva, en ocasiones, a la caricatura. De este modo, cuando el autor habla a través de un personaje femenino, está hablando, irremediablemente, de sí mismo. Esta lectura que en principio tenía objetivos antihomofóbicos, de destape de autores encerrados en el academicismo más reaccionario, ha acabado siendo un modo homofóbico de leer los textos de los autores gays y de apreciar su escritura como una incapacidad determinista de hablar de otra cosa que no sea de sí mismos. El propio Tennessee Williams mostró su alarma y sus reservas cuando algunos críticos de los setenta vieron en personajes como Blanche du Bois, hombres travestidos, “homosexuales soñadores, amargados, refinados y estetas incapaces de vivir en un mundo real”. Lo consideró una interpretación forzada. Esta destreza, casi genéticamente determinada y determinista, iría unida a una incapacidad para crear personajes masculinos a no ser como proyecciones homoeróticas, algo obviamente falso (y no creo que sea necesario citar los muchos autores homosexuales que han dibujado extraordinarios caracteres de hombres, empezando por el propio Williams, Baldwin, Capote, Purdy, Mishima, algunas obras de Genet y en menor medida, el propio Lorca). No podemos ignorar que en la época en que Williams y, sobre todo, Lorca escribieron sus dramas era sumamente difícil, cuando no totalmente imposible, representar personajes abiertamente gays en el escenario (aunque ambos lo hicieron, de un modo u otro, particularmente Williams en sus últimas obras) y que la posición de las mujeres en la sociedad heteropatriarcal comparte muchos puntos en común de subordinación, depreciación, ofensas simbólicas y falta de reconocimiento social con los homosexuales masculinos. Las diferencias entre ambos grupos son, no obstante, infinitas. El que los autores sepan expresar la condición de la mujer en la sociedad y en particular en lo referente al amor, el sexo, la economía o las relaciones familiares no supone que sus personajes femeninos sean automáticamente gays enmascarados, sino que han sabido incorporar otro punto de vista subalterno con sensibilidad y talento. Las intersecciones entre su propia situación social en contextos represivos, como la Granada burguesa o el Sur religioso, relamido e hipócrita, y la de las protagonistas de sus obras no deben ser entendidas de un modo restrictivo sino como puntos que sirven de enriquecimiento para personajes que, por otro lado, no dejan de ser personajes femeninos. Esto no impide que el sexo y el género mismos y su proyección social puedan ser puestos en cuestión en sus obras, como representación, mascarada o imperativo cultural, por ambos autores. Algo que ocurrirá con la obra de otra sureña incontestable, la novelista Carson McCullers (amiga íntima de Williams y también adscrita al gótico sureño y a la prosa poética), autora de numerosos relatos en los que el género, la apariencia masculina, el desarraigo y la sexualidad, así como las peculiaridades culturales de cada zona, y la presión social están muy presentes desde la infancia de sus protagonistas. McCullers como Williams y Lorca parece obsesionada por los fantasmas del pasado, el amor imposible y la enfermedad (particularmente la enfermedad psíquica) o la muerte como obsesiones recurrentes. No es casual que algunos de los cuentos y novelas de McCullers como “Frankie y la boda” o “La balada del café triste” -con su atmosfera lirica, vitalista y, a la vez, depresiva- se convirtieran en adaptaciones teatrales para Broadway o en películas independientes con mensajes intemporales. Williams y McCullers compartían una visión a la vez enfermiza y profundamente humana acerca de la existencia, combinando compasión, energía y tragedia con unos marcados matices de fragilidad mental y homo o lesbianismo sublimados o expuestos, dependiendo de cada texto. McCullers se adelanto a la representación de la chica masculina en “Frankie y la boda” y algunos de sus relatos, Williams, a pesar del carácter atormentado que respira toda su obra, se adelanto a la narrativa lésbica en algunos de sus cuentos y en obras breves como “Lo que no se dice”, protagonizada por dos mujeres que no saben dar nombre al amor que existe entre ellas.
¿Heroínas o ángeles caídos?
Tanto Williams como Lorca a la hora de crear sus personajes femeninos se inspiran en mujeres que conocieron a lo largo de su vida, particularmente en sus años de infancia y juventud, y los convierten en personajes (casi arquetipos) de sus tragedias. Ya sus nombres propios constituyeron un resumen nada inocente y, en ocasiones, paradójico de su personalidad: Yerma (la esterilidad), Blanche (la pureza), Alma (la espiritualidad), Rosita (la fragilidad, la mutabilidad), Serafina (la espera), Leona (la fiereza), Maggie (La gata). Las mujeres andaluzas o del profundo Sur estadounidense les sirven de inspiración para la creación de sus caracteres siempre al borde del desastre, de distinto tipo, callado o ruidoso. Lo que Cristina Peri Rossi llamó en uno de sus libros “desastres íntimos” que vendrán marcados por desastres históricos sociales como la declaración de la II República en España, la sombra de la guerra civil, la decadencia del Sur en EEUU o la Segunda Guerra Mundial. El propio Lorca confiesa haberse inspirado en un personaje real para la avara, dominante y resentida protagonista de” La Casa de Bernarda Alba”. En palabras del propio Lorca “Hay, no distante de Granada, una aldehuela en la que mis padres eran dueños de una propiedad pequeña: Valderrubio. En la casa vecina y colindante a la nuestra vivía “Doña Bernarda”, una viuda de muchos años que ejercía una inexorable y tiránica vigilancia sobre sus hijas solteras. Prisioneras privadas de todo albedrío, jamás hablé con ellas; pero las veía pasar como sombras, siempre silenciosas y siempre de negro vestidas. Ahora bien -prosigue- había en el confín del patio un pozo medianero, sin agua, y a él descendía para espiar a esa familia extraña cuyas actividades enigmáticas me intrigaban. Y pude observarlas. Era un infierno mudo y frío en el sol africano, sepultura de gente viva bajo la férula inflexible de cancerbero oscuro. Y así nació “La casa de Bernarda Alba”, en la que las secuestradoras y las secuestradas son andaluzas, pero que, como tú dices, tienen quizá un colorido de tierras ocres más de acuerdo con “las mujeres de Castilla”.
Williams se inspiró en varias mujeres del Sur, solteras o viudas sin suerte, venidas a menos o arruinadas, procedentes de una rancia aristocracia anclada en los recuerdos de tiempos gloriosos para el personaje de Blanche en Un tranvía llamado deseo. Un personaje en cuyo nombre, como en el apellido de las Alba, se hace una referencia nada inocente a la pureza, una pureza torcida por la presión social y política , un pasado turbio, el paso del tiempo y la situación psicológica de los personajes. Así mismo el dramaturgo se inspiró de un modo dolorosamente autobiográfico en su madre y su hermana Rose para los personajes de Amanda y Laura en “El zoo de cristal”, donde él mismo se autorretrata como Tom, el joven poeta. La tragedia y la desazón mental de su hermana Rose, recluida en un sanatorio mental y sometida a una lobotomía (con el consentimiento de su madre), tiene ecos en los personajes desequilibrados o neuróticos de “Un tranvía llamado deseo” o “De repente, el último verano”, dos obras sobre la locura, la sociedad, las relaciones, la hipocresía y la sexualidad reprimida o desatada. Como ocurre con la María Josefa de “La casa de Bernarda Alba”, la locura es la escapatoria a una realidad insoportable y a la vez todo aquello que la sociedad quiere ocultar a través de la reproducción de autoritarios roles en la España rural. En otras coordenadas espacio-temporales la severa y egoísta Bernarda Alba tiene algo de la desequilibrada, posesiva y económicamente poderosa tía Violet, una fascista tan elegante como demente, de “De repente, el último verano”.
El personaje lorquiano de Rosita es a la vez un reflejo de las muchas solteras, en España llamadas despectivamente “solteronas”, caídas en desgracia, que Lorca conoció en Granada, y un reflejo de la soledad y el asilamiento social al que lo condujo, en ocasiones, el hecho de ser gay. Como las solteras, consideradas improductivas y abandonadas por la sociedad, los homosexuales fueron personajes marginales dentro del mundo burgués granadino que llegó a definir a Lorca como “El maricon de la pajarita”. Como, de otro modo Cernuda, vivieron dentro y fuera de una sociedad patriarcal, devastada por el militarismo y sumida en el inmovilismo. Del mismo modo, Williams expone los problemas de la vida homosexual clandestina al hacer que sus personajes se vean divididos entre la pureza y la pasión, la carne y el espíritu. Como Blanche, Williams compartió intimidad con desconocidos en lugares varios de Nueva Orleáns y, como ella, se vio obligado a ocultar la verdadera naturaleza de su sexualidad para no ser destruido, señalado o rechazado, buscando un “último refugio”, igual que la novia repudiada de “Bodas de sangre” o tantas mujeres estigmatizadas en la España machista de Lorca.
Doña Rosita, como muchos otros personajes de Williams, es una mujer que debe esperar la iniciativa masculina, la llegada de los “caballeros”, los “pretendientes”, como dice en “El zoo de cristal” Amanda, una joven que no está preparada para ponerse al mismo nivel de los hombres y que se ve relegada por la sociedad a un papel expectante, pasivo-agresivo y sumiso. Modelados al modo del romance heterosexual, muchos personajes femeninos de ambos autores se convierten en eternas solitarios o errabundas, a la espera del amor redentor, de un príncipe azul que nunca llega. Como Alma, la heroína de “Verano y humo”, tardan en descubrir que no existen ni los príncipes azules ni las princesas blancas, y que los seres humanos pueden cambiar de forma brutal a lo largo de su vida, aunque convertirse en el reverso de lo que uno era no supone necesariamente una evolución sino una especie de giro dramático que en la obra de Williams no acaba de cristalizar con la brillantez necesaria. La espera erosiona su carácter, frustra sus ilusiones vitales, marchita las flores, envilece o al menos, oscurece la pasión y acaban convirtiéndose en caricaturas de sí mismas, señaladas por la sociedad como fracasadas en su papel de esposas e incluso de mujeres, pero abiertas, tal vez, a nuevas posibilidades de autorrealización personal. Lorca despliega los mecanismos del melodrama costumbrista mostrando en Doña Rosita cómo los personajes se marchan apesadumbrados de la casa, llenos de recuerdos -a la vez hermosos, entrañables y tristes- de lo que dejan atrás. La ruina, el expolio y el sentimiento de fracaso existencial acompañan su particular “huida”. Tanto en la obra de Lorca como en la de Williams apreciamos no sólo la sombra de Hart Crane -creador de mundos paralelos y poeta atormentado- sino, sobre todo, la de la dramaturgia de Anton Chejov, otro constructor de interesantes caracteres femeninos, a la hora de aproximarse con una delicada mezcla de ironía y desesperanza a las consecuencias erosivas del paso del tiempo sobre los núcleos familiares o los sujetos individuales inmersos en una sociedad en crisis. Hay un sentido de fatalidad en la manera en que el tiempo desgasta las ilusiones, convirtiéndolas en espectros, debilita las esperanzas y hace amargos los recuerdos felices. En “Doña Rosita la soltera”, pero también en la sensible “El zoo de cristal” o en “Verano y humo” de Williams, los autores enfatizan el sentimiento de pérdida que dejan en el lector / espectador. Los decorados, los objetos, el color de los vestidos y la iluminación, tal y como aparecen descritos en sus acotaciones, son herramientas escénicas que ayudan a reforzar esa sensación de abandono, de cambio, de erosión, destrucción.