Mi familia y yo caminábamos por la ciudad de esplendoroso pasado, cuna de un imperio. Ya habíamos contemplado casi en su totalidad los restos gloriosos de su imponente historia que se visitaban por el regulado recorrido turístico. Pero ya había estado antes en la ciudad, así que sabía que, a través de una entrada difícil de localizar, había otras ruinas que merecían la pena y que apenas nadie hollaba. De hecho, mi conocimiento de ellas se debía a un hecho fortuito. Sobre una de las colinas se extendía una sempiterna niebla. Hacia les dirigí y a media ladera nos vimos inmersos en una niebla meona. Entre protestas cada vez más subidas de tono, les hice deambular durante bastante rato hasta que llegamos a una cuesta ancha, sin asfaltar, y con pequeños cúmulos de restos de antiguos muros de vivienda a ambos lados del camino. Aquello me recordaba el lugar de entrada y necesité recorrerlo un par de veces hasta que me animé a entrar con mi familia por una entrada abierta en plena roca de un modo rudimentario. Tras empujar una puerta de piedra caliza, me asomé al lugar que ya comenzaba a pensar que era fruto de mis sueños.
Nos encontrábamos en un patio que atravesamos mientras la niebla se iba deshilachando a nuestro frente. Allí estaba. Habíamos encontrado la otra perspectiva de la ciudad que me había empeñado en localizar. Tras nosotros, la niebla ocultaba como un muro etéreo la parte de la ciudad que habíamos estado recorriendo. Ante nosotros, ahora, se mostraba la otra parte, oculta casi de modo místico para los viajeros habituales y la mayoría de los ciudadanos de aquella magnificente urbe. Si en la ciudad las construcciones antiguas estaban restauradas en gran parte, dándoles un aire de parque temático histórico, aquí arriba, los vestigios parecían haber sido solo tocados por los elementos a lo largo de milenios. Los muros estaban exentos de cualquier decoración que hubieran podido lucir en el pasado y mostraban las piedras blanquecinas y el rojizo tono del barro utilizado para su amalgama.
Y más allá, los restos semiderruidos que observábamos con pasmo, eran más grandiosos que los estilizados monumentos que habíamos contemplado en la otra parte de la ciudad. Su enorme tamaño compensaba el estado ruinoso de casi todos aquellos restos. Ante nosotros teníamos los esqueletos de una civilización poderosa. A la derecha, según habíamos entrado, y en la distancia, se podía contemplar el mar, invisible desde la otra parte de la ciudad y, delante de él, dos construcciones mastodónticas que parecían impedir que el mar bravío alcanzase la ciudad y la arrasase con la furia de los elementos indómitos.
Al cabo de un rato, otros conocedores de aquella insólita arcaica ciudad aparecieron tras abrirse un hueco en una de las paredes que, hasta ese momento, parecía impenetrable. Animé a mi familia a aprovechar aquella entrada antes de que se cerrase de nuevo y nos introdujimos por ella. Unas escaleras con paredes encaladas desconchadas nos forzaban a bajar. Tras un rato que acabó por hacerse casi excesivo, nos encontramos en los bajos de la construcción. Frente a nosotros, una extensión árida de suelo arcilloso sobre el que discurrían hilos de agua similares a los que recorren las playas cantábricas en lo más álgido de la bajamar. El horizonte aparecía partido por aquellas dos construcciones megalíticas y cubierto por un irregular muro que las unía. Decidimos caminar hacia ellas con la sensación de haber sido transportados a un mundo antiguo y desolado. Al irnos acercando, su gigantesco tamaño se nos iba haciendo más y más ominoso, pero no cejamos y acabamos situándonos a los pies de una de ellas, donde apenas alcanzábamos a distinguir su cúspide. Descubrimos cerca una escalera de ladrillos desgastados por el viento, el agua de la lluvia y el paso de los siglos. Nos llamó la atención que el tamaño de los peldaños fuera de escala humana. Dado lo enorme de la edificación, uno hubiera encontrado natural que cada escalón midiera diez metros, a una proporción más acorde con la desmesurada construcción.
Comenzamos a subir y nos detuvimos a varios cientos de metros, junto a un ventanal tan sobredimensionado como el resto. Frente a nosotros, un rugiente océano estallaba con furia de titanes contra aquellas gigantescas ruinas, frenando su hidrópico deseo de inundar nuestro mundo corriente. Permanecimos un rato allí, mudos ante aquel espectáculo de la naturaleza. Luego, descendimos de nuevo y regresamos a la construcción que comunicaba ambos mundos y parecía mantener la ficción de estabilidad que hasta ese día mi familia daba por sentada.
Nuestra ascensión esta vez se vio perturbada por numerosos incidentes. Algunos, como el de súbitas visiones de escenas de sexo en habitaciones junto a la escalera, no hicieron sino ruborizarnos y, al mismo tiempo, preguntarnos por quienes acudían a aquel estrambótico lugar para dar rienda suelta a sus pasiones. Otros nos hicieron correr en silencio atemorizados por ser detectados, pues la sangre corría en otras alturas como si allí, no solo el mundo fuera diferente, sino que las leyes del hombre tampoco tuvieran sentido. En uno de los pisos, alguien, menos nublado por la sangre que le goteaba por el rostro, se percató de nuestra silenciosa presencia y gritó algo. Sin necesidad de decirnos nada, aceleramos nuestra subida, sabedores de que nuestra vida dependía de ello. Por fin alcanzamos el terrado donde estaba la puerta por la que habíamos entrado, pero la misma parecía haberse desvanecido. Palpamos con desesperación la lisa pared donde nos parecía recordar que había estado el lugar por el que habíamos entrado mientras escuchábamos con pavor la creciente algarabía de nuestros perseguidores. Con pánico vimos como, con sus cuerpos entintados por sangre derramada, se asomaron a la terraza y se detuvieron unos momentos para reagruparse antes de lanzarse hacia nosotros. De súbito escuchamos el ruido de unos pasos a nuestra izquierda. Surgidos de la espesa niebla, apareció otro grupo de personas apenas vestidos con cortas faldas y acarreando lanzas. Durante unos segundos, un silencio sepulcral cayó sobre el lugar. Aquello no duró mucho. De pronto, unos y otros rasgaron el aire con gritos demenciales y corrieron hasta que un estrépito de metal, vísceras y lamentos agónicos hicieron que mi familia y yo pareciéramos despertar del embrujo del miedo. Algo se había movido en la pared. Lo suficiente para dibujar la sombra de una puerta. La empujé con desesperación y esta se abrió. Hice entrar con celeridad a mi familia, y apenas miré unos segundos la batalla campal, antes de cerrarla tras de mí. Corrimos por la niebla sin echar la vista atrás hasta esta se fue diluyendo y nos vimos de nuevo en las familiares callejas de la ciudad.
Nunca regresamos a aquel lugar. Ni siquiera volvimos a hablar de él. Creo que mi familia borró aquel episodio de su mente y lo convirtió en una pesadilla compartida. Si hoy lo traigo a colación es porque la parca ha apoyado su mano sobre mi hombro y no quiero dejar este mundo sin advertir a los incautos sobre los otros mundos que anidan junto al nuestro más allá de la niebla.