Me subo al tren totalmente empapado y sin aliento. El macuto me pesa más de lo normal –vuelvo a casa-, cargado con todo lo que tengo en el mundo… algo de ropa, una muda limpia, mis dibujos, un revolver, cartas desordenadas; unas sin abrir, otras sin enviar…y las cámaras y carretes que siempre van conmigo; a eso hay que añadirle la Leica y la Zeiss que me cuelgan del cuello, basculando y golpeándose entre sí todo el rato. Mientras me quito agobiado el pasamontañas, el revisor me mira y me saluda con simpatía, como si ya me conociera. Quizás nos hayamos cruzado alguna vez, en este tren o en otra vida; siempre te estás cruzando con gente que te resulta familiar, porque ya la conocías de nunca. No me pide el billete; no parece que le importe que no tenga. El mundo que conoce se derrumba…no se entretiene en minucias. Tan sólo le puedo dar los buenos días; pero en el mejor español que soy capaz de pronunciar. Me divierte pensar que a los corresponsales de guerra se nos sonríe o se nos dispara; nunca hay un punto intermedio. En una guerra nunca lo hay…Cuando el diario L'Humanité me encargó cubrir la Guerra de España, tras el alzamiento del ejército rebelde hace ya más de dos años, no tenía ni la más remota idea de cómo era éste convulso y contradictorio país.
El tren atraviesa la rivera del Segre, ignorando su paisaje y las personas que lo habitan, entre encinas, alcornoques, ruinas de masías que fueron hogares, campamentos de prisioneros que fueron escuelas, y cadáveres sin edad que, floreciendo en cada cuneta, aún intentan exhalar su última pregunta. Al fondo, a la altura de Vinaroz, se elevan plegarias silenciosas para un Dios sordo, en forma de columnas de humo. España ha tenido que ser preciosa antes de la guerra, pienso, mientras a través de mi ventana veo gente sin rostro. Errantes espectros olvidados, que siguen sin voluntad la línea de la carretera; los unos camino del cautiverio -que es como decir del pelotón de fusilamiento-; los otros huyendo del frente, en busca de una muerte mejor. Hombres y mujeres, ancianos y niños. Todos siguiendo la línea quebrada de sus vidas, dibujadas por otros sin su permiso, y sin saber a dónde les lleva. Intento entender cómo se sienten. Yo también huyo. Todos huimos de algo, y aunque no lo confesemos, sabemos que ese algo nos viene siguiendo, implacable, y que se esconde detrás de los árboles cuando, desconfiados, miramos hacia atrás.
Nos paramos en el paso a nivel de Morella. La silueta de su castillo medieval se recorta en el cielo, como testigo trágico de todos los tiempos. Un par de pelotones de la Guardia Civil han parado el tren y suben para hacer un registro, algo habitual cerca de primera línea. El sargento de la Guardia Civil, con capote y subfusil, me pide el salvoconducto y la cedula de identificación, con tono altanero y desconfiado, mientras otros dos me apuntan con sus fusiles. Supongo que me han confundido con un desertor de las Brigadas Internacionales. Al principio de la guerra era yo el que, por causa de mis álbumes de cromos con los que jugaba de niño, confundía sus tricornios con las monteras de los toreros. Al final se marchan y me dejan en paz. La carretera queda junto a mi ventana y veo como un pequeño convoy de camiones del Ejército llega perpendicularmente a la vía. Se paran y del primer camión se baja, entre ruidosos soldados, una niña de unos 11 años, rubia y pecosa, sonriente y de ojos claros. Rebosa salud. Deambula cerca de la vía, entre adultos nerviosos que no le prestan atención, con su muñeca de dientes blancos y con una inocencia infinita. Recoge margaritas y retama de la cuneta, mientras no deja de hablarle a su amiga de cartón barnizado. En el vagón todo el mundo la mira, con extrañeza, como si fuera un fantasma. Me parece algo tan fuera de contexto, irreal y mágico, que no puedo evitar bajar la ventana, aunque está prohibido cuando hay un registro, para evitar las fugas.
-¿Niña… dónde están tus padres? Le pregunto
-Mi padre en Vinaroz. Es oficial de marina y vamos a reunirnos con él, aunque aún no lo sabe. Es una sorpresa. Mi madre está dentro del camión, dándole de comer a mi hermano pequeño, junto a mi hermana mayor. Me contesta.
-Sois muy valientes para ir solos en medio de una guerra. Le digo con mi gutural acento francés
-Mi madre dice que no es cuestión de ser valiente, sino de no vivir con miedo; y que cuando hay que hacer una cosa, lo mejor es hacerlo sin pensarlo demasiado. Me contesta con una sonrisa.
Una mujer de unos 35 años, morena y de mirada intensa, se asoma a través de la lona del camión y llama a la niña.
-Hortensia, vuelve al camión.
La niña me sonríe y me dice adiós con la mano, mientras mi tren comienza su marcha.
Nunca más he vuelto a saber de la pequeña Hortensia, pero todos los días de mi vida he seguido aquel consejo. Aquel día, recuperé la fe en el ser humano.