Remembranzas (V) - La Vera Cruz
Joaquín Lloréns
De los cuatro primeros años de mi vida, apenas guardo algún recuerdo aislado. Sólo ha permanecido en mi memoria alguna vez que acompañaba a mi madre a hacer las compras por el barrio. Lo habitual era que se encontrara con alguna amiga o conocida y se pusieran a charlar. A mí aquello se me hacía pesadísimo y aún me veo estirándola de la manga y preguntando: ¿Falta mucho? Su respuesta, invariablemente, era: Un rato. Dicho lapso temporal, para mi infantil percepción, debía de ser algo muy breve, pero siempre acababa estirándose lo suficiente para que aún perciba la sensación de frustración, engaño y finalmente rabia que me acababa invadiendo.
Por fin cumplí los años pertinentes para ser enviado al parvulario. Para ello, y al igual que a mis dos hermanos mayores, fui enviado al colegio que la Vera Cruz tenía en Lujua, un minúsculo pueblo junto al aeropuerto. Tan próximo a él, que pocos años después fue demolido y el solar convertido en parte de la nueva pista del aeropuerto de Sondika, conocido por La paloma.
Como suele suceder, mi miedo a alejarme de mi madre era profundo, primigenio e instintivo, y la congoja de aquel día la incrementaba, no sé por qué. El plástico que mi madre sujetó con un imperdible a mi abrigo, en el que constaba mi nombre, a pesar de mi corta edad, me avergonzaba por la impresión de bobalicón y de pérdida de identidad que implicaba. Significaba que iba a estar rodeado de personas que ni siquiera sabían mi nombre: auténticos desconocidos.
La parada del autobús, de color gris y conducido por Félix, como averiguaría enseguida, estaba a una manzana de distancia de mi casa, junto a una panadería de la cadena Harino Panadera. Aquel primer día mi madre y yo llegamos con bastante antelación, al igual que los demás bisoños alumnos. Al poco me junté con otro niño moreno y gordito que también lucía aquel ofensivo y significativo plástico. Bastaron un “¿Cómo te llamas? Joaquín, ¿Y tú? Gonzalo, ¿Quieres ser mi amigo?” para que se cimentara una amistad que hasta que, las féminas entraron en nuestra vida, fue inseparable y que, después, ha seguido en la distancia gozando de la buena salud que tienen los vínculos nacidos durante la urdimbre.
Aquella amistad nos sirvió a ambos para no sentirnos nunca solos del todo. Nuestros otros compañeros más habituales eran otro Gonzalo -García del Valle-, y Pedro Bilbao, sobrino del párroco Don Pantaleón, que también era quien oficiaba las misas de la Vera Cruz. El colegio, en realidad, era un colegio de chicas. Hasta el final de los setenta, y con excepciones que confirmaban la regla, en Bilbao no había colegios mixtos. En la Vera Cruz, no sé por qué motivo, admitían un parvulario de niños –separado del de las niñas, eso sí-, pero sólo hasta la edad oficial de escolarización. Imagino que el motivo sería para que las féminas adolescentes comenzaran a hacer prácticas de dominación sobre el macho, aunque con infantes que no tenían la más mínima posibilidad de revolverse contra sus mañas. En realidad coincidíamos poco con las chicas. El único lugar donde compartíamos durante un rato el espacio era en el comedor. Yo era un auténtico “comisquis”, así que no me gustaba prácticamente nada de lo que allí nos servían. Ni las alubias, ni las lentejas, ni la ensalada, ni aquella carne con salsa con la grasa muchas veces gelatinada por el enfriamiento. Recuerdo que, a pesar que nunca me ha terminado de entusiasmar, el que hubiera de postre membrillo era un alivio, ya que, al menos, no me daba asco. Lo peor de aquel comedor es que estaba organizado de tal forma que cada párvulo comía en una mesa diferente acompañado de cinco o seis chicas, una de las cuales, del último curso, era la encargada de supervisar que todo el mundo se comportara en la mesa y comiera su ración. Yo padecía los suplicios de Tántalo para conseguir que la encargada de turno me permitiera dejar el plato tal y como me había llegado. A veces me encontraba con una adolescente que me compadecía y conseguía que aquel mal trago diario fuera fácil. Otras veces, sin embargo, en la actitud de la encargada de mesa uno podía ver la futura bruja en la que se convertiría, y me las había de ingeniar de mil y un modos para que la comida fuera desapareciendo entre la servilleta, el suelo y cualquier lugar. Aunque al final acaban desesperando cuando comprobaban que, si no me permitían irme, iban a perder el recreo de después de la comida, fueron muchos los días que regaba la comida con lágrimas de impotente desesperación. La comida nos la servían sobre aquella vajilla de Duralex tan frecuente en los sesenta, que, desde entonces, no puedo contemplar sin un incontrolable desasosiego. Sin embargo, Gonzalo disfrutaba como un auténtico tragaldabas de la mayoría de aquellos platos, salvo las patatas en salsa verde que, incluso a él que comía de todo, le eran imposibles deglutir. Por mi parte, creo que apenas comí nada durante los dos años que duró mi estancia en aquel colegio. Sobrevivía gracias al desayuno, la merienda y la cena en casa, ya que mi ayuno colegial era absoluto, con lo que mi delgadez era extrema, hasta el punto de que, a pesar de mi temprana edad y mi repugnancia por el alcohol –sí, tampoco me gustaba entonces-, mis padres me acabaron dando de beber antes de las comidas una copa de Kina San Clemente, vino de 13º que, según la publicidad de la época, incrementaba el apetito de los niños. A mí no me daba más hambre, pero de mayor me sirve de antecedente y escusa ante mi desmesurada afición a la cerveza.
En líneas generales los claroscuros de aquellos dos años son más amargos que alegres. En la parte negativa, además del diario trago de la comida, y de la pérdida de tiempo que suponía la hora, entre ida y vuelta, en autobús, recuerdo motivos más sicológicos que físicos. De un lado, el babero de cuadros verdes y blancos que nos obligaban a vestir me producía una instintiva repulsa, más aún que la corbata azul y plata con un elástico y un cierre para ajustarla al cuello. Aquello de ser uniformado iba en contra de mi personalidad. El que mis dos hermanos mayores, Juan y Esteban, se refirieran a la Vera Cruz como la “Vera cagalera asquerosa y puñetera” tampoco ayudaba a que subiera mi estima por aquel lugar. Y por último, aquellos dos años fueron los últimos en que subsistió un horario escolar que estropeaba el fin de semana. Los miércoles por la tarde no había colegio pero, a cambio, sí lo había el sábado por la mañana, con lo que el fin de semana quedaba reducido al domingo, en que, como suele suceder, se sufrir la depresión de saber que al día siguiente vuelves al colegio, o al trabajo ya de adulto. En general, uno tenía la impresión de ser tratado como ganado, en especial cuando nos ponían en fila para las vacunaciones o, una vez al año, para examinarnos por rayos X en un camión que venía para ello.
De las profesoras solo guardo recuerdo de dos monjas. Aún vestían los asexuados hábitos gris claro con blanco de la orden que les hacían parecer almas errantes. Ambas, Silvia –bastante joven y de rasgos regulares, que mantenía amistad con nuestras madres- y María –mayor, algo rechoncha, con una mandíbula dura, una nariz bastante aguileña y gafas de miope de culo de vaso-, nos tenían un especial cariño, por haber coincidido como profesoras de mis hermanos Eugenia y Juan, y de las hermanas de Gonzalo, pero su manera de demostrarlo era bien distinta. Encontrarnos por los pasillos con la hermana Silvia era un bálsamo de tranquilidad. Siempre se detenía y nos regalaba alguna palabra cariñosa además de alguna caricia. La hermana María era otro cantar. También se detenía al vernos y su voz era cariñosa, pero su forma de expresar su afecto era darte un pellizco en el papo que te hacía ver las estrellas y que te dejaba preguntándote si era verdad que te tenía aprecio o tras aquel hábito latía un odio disimulado bajo melifluas palabras. Así que, cuando la veíamos aparecer por el pasillo, intentábamos refugiarnos a toda prisa para evitar aquellas ambivalentes muestras de afecto.
Lo mejor eran los recreos matutinos los días que hacía sol. El colegio lindaba por una parte con los terrenos del aeropuerto y por la otra con el libertario campo. Si el día estaba lluvioso, lo que por desgracia era lo más habitual, nos teníamos que limitar a pasar el recreo dentro de los edificios, con lo que no tenía la más mínima gracia y permanecía en mí la sensación de gulag. Pero si el sol brillaba en el firmamento, nos permitían salir al exterior, donde la alternativa era doble. Con una botellita de leche o unos paquetillos triangulares, antecesores fracasados del tetra-brick, que tenían un intenso sabor a genuina vaca, salíamos como la marabunta. De un lado había una especie de cantera que constituía nuestro coto de caza de lagartijas y zampaburus –renacuajos de ranas–, las cuales, de tanto en cuando, llevábamos con nosotros a casa para estudiar sus sorprendentes fases de desarrollo; primero de patas traseras, luego delanteras y, finalmente, la desaparición de la cola. La otra opción era ascender una pequeña colina y, al superar su cima, donde destacaba un único árbol solitario, llegábamos a una pradera inclinada desde la que ni siquiera se podía ver el colegio, con lo que la sensación de libertad era total. Además de los juegos habituales de perseguirse y zapatear algún balón, Gonzalo y yo teníamos aficiones más naturalistas. La más entretenida era la de cazar grillos. Para ello buscábamos entre las hierbas algún pequeño agujero que nos señalara la posible vivienda de uno de aquellos negros animalillos de largas antenas. Solía ser sencillo encontrar sus escondrijos, ya que tienen la costumbre de tener una buena extensión limpia delante de su madriguera que usan para su canto y atraer de ese modo a las hembras. La técnica para hacerles salir consistía en introducir una delgada paja y girarla hasta que, molesto, el ortóptero salía a plena luz, momento que aprovechábamos para capturarlo. Distinguíamos entre tres tipos según los cercos que tuvieran, que eran los apéndices segmentados que parecían una cola. Los que sólo tenían un cerco eran soldados, los de dos, príncipes, y los de tres, reyes. En “la tiendita verde”, pequeño tenducho que atendían dos señoras mayores y que era donde nos proveíamos de bolsas de “Hazañas bélicas”, tebeos y resto de tesoros infantiles, también vendían jaulas para grillos, que solían ser de plástico verde y blanco, como nuestro babero colegial. De tanto en cuando nos llevábamos al colegio una de aquellas jaulas y a la tarde volvíamos orgullosamente dueños de un grillo al que dábamos de comer lechuga y que colocábamos sobre el alféizar de nuestros dormitorios. Los chirridos del grillo suelen ser inagotables y en un par de días, nuestra familia se percataba de su presencia y nos exigían deshacernos de aquellos destructores del silencio nocturno. Lo más curioso del caso es que los grillos chirrían a una frecuencia diferente según la temperatura que haga, y se puede calcular con exactitud la temperatura si contamos los chirridos que producen en un minuto con la siguiente fórmula: Grados = ((Nº Cantos x minuto – 40)/4-18) /1,8. Esto es, si hace 15 grados, el grillo chirriará 76 veces por minuto.
En aquella pradera nos encontrábamos en nuestra salsa y, más de una vez Gonzalo y yo, en plena febril actividad de captura de ortópteros o simplemente retozando como lagartos al cálido sol, permanecíamos ajenos a la llamada de vuelta a las clases; máxime cuando la primera actividad consistía en tumbarse sobre colchonetas en el suelo para dormir una siesta que nunca nos apetecía. La reprimenda estaba asegurada, pero descubrimos un método infalible para librarnos de ella. Cuando la definitiva llamada al orden nos sacudía de nuestra ocupación o sopor, dedicábamos unos minutos a cortar unas cuantas flores silvestres que abundaban por allí y, al entrar en clase, se las entregábamos a la profesora aduciendo que el retraso se había producido por aquella recolecta. La mujer era incapaz de reñirnos ya y, más aún, nos miraba con ojos encandilados.
Nuestros caracteres eran muy diferentes. Gonzalo, quizás por influencia de su padre, catedrático, era un apasionado de la Historia y tenía intereses que correspondían a un joven de mucha más edad. Perplejas se quedaron nuestras madres cuando, con cinco años, le escucharon preguntarme en la parada mientras esperábamos al autobús del colegio: Joaquín, ¿tú crees en la existencia de los alienígenas? Y celebré fue su discusión a los nueve años con un catedrático de Historia en una comida de profesores universitarios a la que le había invitado su padre y en la que, a la postre, él tenía razón. Yo era más guindilla. Y a nuestra opuesta actitud ante la comida, se juntaba otra bastante inexplicable que desesperaba a su madre. Estábamos todo el día juntos y hacíamos lo mismo pero mientras yo regresaba cada tarde como si acabara de salir de casa, Gonzalo venía con el pelo revuelto, alguno de los faldones fuera del pantalón y manchas de barro en la cara y ropa, como si volviera de las trincheras.
A raíz de nuestra profunda amistad y de que, tras el colegio y los sábados insistíamos en continuar juntos, nuestros padres, e incluso algunos de nuestros hermanos, acabaron forjando una gran amistad. Cómo no, hicimos la comunión juntos en aquel colegio junto a una chica y, para mi desconsuelo, incluso la fiesta se celebró en aquel comedor que me amargaba los días.