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ISSN 1989-4163

NUMERO 62 - ABRIL 2015

Funambulismo sobre un Cable de Alta Tensión

Itziar Mínguez

 

10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2, 1, 0. Aprendió a contar hacia atrás. Ya entonces -de niña- sabía que la vida era un tiempo de descuento, donde es más importante saber cuándo retroceder que hacia dónde avanzar.

Leer… leer era otra cosa… Le exigió más esfuerzo, pero las primeras palabras que juntó no fueron la m con la a ma. Ni siquiera sabía lo que era una sílaba cuando ya sus labios pronunciaban con exactitud el título Tractatus lógico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein, cuyo nombre ni siquiera sabía deletrear. Entendió cada palabra y la hizo suya para pasmo de todos, pues empezaban a considerar la posibilidad de que algo no anduviera bien en su interior, que hubiera una inversión de las leyes que rigen el equilibrio natural de las cosas, la fuerza de los contrarios, la tensión y distensión de energías antagónicas pero complementarias. Nada parecía regirse por esas normas, en cambio, ella nunca se sintió distinta, ni especial.

No le gustaba jugar. O al menos nunca lo hizo con la sensación de estar disfrutando del ocio. Todos los juegos, sin excepción, le parecían una trampa, una extraña perversión de la realidad, algo traído al paso para despistarla de la verdadera vida, de lo esencial.

Sus pies diminutos no conseguían mantenerla recta sobre el suelo, como si éste no tuviera la suficiente consistencia como para soportar el leve peso de su cuerpo. Tampoco sabía gatear, esa fase se la había saltado igual que había hecho con los cuentos de los Hermanos Grimm.

Todos supieron que algo extraordinario anidaba en su interior cuando, pasado el tiempo y después de muchos intentos infructuosos, la criatura aprendió a caminar; lo hizo sobre el fino alambre del cableado eléctrico, una desapacible noche de invierno, entre truenos y rayos, retando a todos los elementos en un conjuro sagrado contra la adversidad. Delineándose su figura contra la oscuridad y con su perfil irradiando una luz inesperada, dio sus primeros pasos. Si hubieran podido dejar huella en el breve espacio que ocupaban, habría sido una huella férrea, de gigante, como las que dejan las especies extinguidas, una rúbrica que burla el tiempo tornando en eternidad lo efímero, lo pasajero. Así hubieran sido sus huellas si pudieran éstas imprimirse en el aire. Llevaba los brazos extendidos, en forma de cruz, levantando apenas dos palmos del suelo, mientras recitaba como un mantra las palabras de Wittgenstein, con las que había aprendido a leer: “la mano derecha y la mano izquierda son, en efecto, enteramente congruentes. Y nada tiene que ver con ello el que no sea posible hacerlas coincidir superponiéndolas. Sería posible calzar el guante derecho en la mano izquierda si cupiera darle la vuelta en el espacio cuatridimensional. Lo que se puede describir puede ocurrir también, y lo que ha de excluir la ley de casualidad es cosa que tampoco puede describirse” . Y, mientras declamaba el Tractatus , con perfecta dicción, todos, desde abajo se llevaban las manos a la cabeza, temerosos de que en cualquier momento le partiera un rayo, perdiera el equilibrio y cayera al vacío. Pero eso jamás sucedió. No hizo falta que sucediera la tragedia para que se restableciera el perfecto equilibrio, pues éste -el perfecto equilibrio- se hallaba a salvo en el cuerpo de una niña, sobre un cable de alta tensión, una desapacible noche de tormenta y ellos, quienes temían la tragedia, hace tiempo que habían caído y aterrizado sobre el vacío más absoluto sin otra esperanza que –pies en tierra- alzar los ojos al cielo y admirar boquiabiertos el posible equilibrio de avanzar firme sobre lo inesperado, a oscuras, sin red…

 

 

 

Funambulismo

 

 

 

 

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