A veces uno tiene la certeza- demasiado tarde, frecuentemente- de que la vida que ha llevado poco o nada tiene que ver con lo que fantaseaba para sí en su juventud. Pero, ¿qué ocurre si en pleno retiro uno descubre que la vida que creyó vivir tampoco fue tal y como se recuerda? ¿Qué ocurre si un acontecimiento inesperado nos desvela un gran secreto que cambió para siempre el curso de los sucesos y el destino de uno de nuestros mejores amigos?
Tony Webster, el protagonista y narrador de los hechos, rememora su adolescencia desde la pacífica y próspera atalaya de su madurez. Ante sus ojos, cansados quizá de no haber vivido, sino de haberse dejado vivir, uno participa de sus años de instituto, de una pandilla de tres chicos a la pronto se unirá Adrian, una criatura inteligentísima y sorprendentemente lúcida; seguramente la persona menos indicada para escoger para sí la salida aparentemente absurda y cobarde del suicidio. Sus amigos, con los que había compartido chicas, primeros años de universidad y la promesa de seguir unidos para siempre, olvidaron este suceso o simplemente se esforzaron por que la tragedia no les afectase. Pero un buen día Tony recibe una carta de un abogado; Sarah Ford, la madre de Verónica, su primera novia, le ha legado quinientas libras y un sobre con un manuscrito. Por no desvelarlo todo ni quitarle miga a la historia, no contaré aquí el contenido de dicho manuscrito (en realidad los diarios de Adrian), pero sí puedo decir que esas páginas son el núcleo central de una espléndida novela que se nos hace corta, que nos embriaga de suspense antes de estallar en un apocalipsis íntimo de una lucidez que sólo puede llevar la firma de Barnes.
Admito que cuando empecé a leerla esperaba una segunda parte de “Nada que temer”, pues su título hace una referencia directa a la muerte y parece indagar (no tanto como ensayo, sino como novela) acerca de su sentido, su interpretación, su posible lectura. No contaba yo con un suicidio y su repercusión en las personas que de algún modo participaron de él o pasaron el resto de su vida especulando sobre sus razones, su grado de culpa o de implicación directa en lo acontecido. “La vida es la historia que nos contamos sobre ella” afirmó Barnes el pasado mes de diciembre en un viaje relámpago a Barcelona. También nos dijo que uno tarda demasiado en descubrir que el tiempo no actúa como un fijador sino más bien como un disolvente, siendo el material a disolver los recuerdos.
Con esta novela, magníficamente editada por Anagrama y ganadora del prestigioso premio Man Booker, es una honda reflexión sobre la fiabilidad de la memoria personal, entendida como una distorsión o reconstrucción ideal del pasado. Curiosamente, llega a nosotros al mismo tiempo que “La viuda embarazada” de Martin Amis, con quien mantiene un histórico tira y afloja y un argumento parecido (y lamento daros esta pista) pero Barnes sigue fiel a su estilo trufado de guiños al lector, cuya complicidad busca dentro de la nostalgia de quienes entendemos la adolescencia y primera juventud como un tiempo luminoso e irrepetible, malgré tout. Si alguna pega pudiera yo ponerle a esta novela es que peca de esquemática, y que Verónica, el personaje catalizador de toda la trama, no está demasiado elaborada. Pero, ¿quién soy yo para criticar la obra de uno de los mejores escritores ingleses vivos? No dejéis de leerla. Sobre todo si vuestras lecturas de adolescencia fueron Enid Blyton y Richmal Crompton. Aquí no hay cerveza de jengibre ni emparedados de pepino engullidos en la cueva del contrabandista, pero sí hay misterio, desconcierto, andanzas adolescentes y un gran final que nos pilla por sorpresa y nos lleva a replantearnos si las cosas son siempre lo que son, o simplemente lo que parecen.