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ISSN 1989-4163

NUMERO 32 - ABRIL 2012

Como en Casa, en Ningún Sitio

Rosa María Ortega

Anacleta Petarda Coralino y don Cojoniano de Campeonato. Mis vecinos de arriba. Una pareja de yayos octogenarios que cena centollos cada noche y juega al parchís (toco-toco-to con los daditos). Enternecedor, ¿no? Pues te cambio el piso, ¡verás tú lo que es bueno! Ríete de la edad del pavo en la insolente adolescencia y del engreimiento juvenil, que allá donde veas un yayo con garrote vil y poderes longevos, te vas a hundir como el Costa Concordia.

Don Co” -le digo un día. “Cae agua del techo de mi baño. ¿No tendrá usted un escape? ¿Una tubería rota...?” “No, no”. –me dice. “Pasa y lo ves”. Y doña Petarda: “Pasa, nena, pasa...Está todo limpio y seco. ¿Quieres centollos? Tenemos para cenar..”.No, gracias, que se me indigestan”. Les invito a bajar a casa y ver mi bañera inundada. Y cuando la ven, gritan: “¡Anda, pues es verdad!” Movemos fichas burocráticas y vienen los señores del seguro, que dan con el problema enseguida y echan abajo el baño de doña Anacleta y don Cojoniano. Y como don Co está irascible porque no se puede dar una ducha en su plato, cuando el señor del seguro me pregunta si tenía yo goteras en casa y le respondo que sí, y que el yayo ha bajado conmigo y también lo ha visto, don Co va y dice: “No, no. ¡Yo no vi nada! Estaba seco todo”. ¡Manda cojones! ¿Ves por qué le llamo don Cojoniano? Y más que le tendría que llamar, pero he decretado la abstención por prudencia en la República Independiente de mi casa. Sobre todo porque ya no tengo la bañera inundada, y han venido tres pintores a encargarse de techo y paredes, para que no quede ni gota de humedad. Y para darle conversación a mi padre, que también ha venido a controlar el asunto, porque a él le gusta estar en todos los tinglaos. Yo me quedo en la cocina, exprimiendo zumo de naranja, y pongo la oreja tras la puerta, a ver qué cazan mis aurículas.

Pues resulta que al cabecilla, el mandamás, un tal Josefino, le dan miedo las alturas. “¿Y qué coño haces pintando techos, Josefino?” –pienso yo. Hay que verlo, subido en la escalera y diciendo semejantes tontadas... De pronto, se baja y le suelta una colleja al pintor discípulo, que está cantando una rumba de Melendi: “¡Qué haces, Javi! ¿Qué brocha has comprao pa’ esta pared, tío? ¡Con esto no haces ná, te lo tengo dicho!” Y el otro, Pancho, está pensando: “Ya la hemos cagao”. Pero al cabecilla se le pasa pronto la murga y retoma el palique con mi padre, que además le anima: “Sigue contando, Josefino, que ya te aguanto yo la escalera”. Y se ponen a hablar de anuncios de la tele. El tipo va y dice: “Tú te crees que te ponen melocotones en un cesto tó bonito y pintao...¡Eso es mentira, jefe! ¡Se lo digo yo! Les dan brillo a los melocotones, ¡con una brocha como la que trae el Javi! Tschsss... ¡¡Javiiii!!!! –grita de pronto- “Cago’n tó, te he dicho que vayas a comprar una brocha más gorda, hombre, ya, con la tontería!” “¡Voy, voy!” –dice el rumbero. Y sale pitando, que casi se tropieza con el Buda que tengo al entrar en casa, y pienso: “Como me descalabres el Buda, te ganas un guantazo cojoniano de campeonato”. Por eso salgo de la cocina, a vigilar...y me mira y me canta “Voy caminando por la vida”, y me guiña un ojo antes de irse a comprar la brocha. ¡Ea! Ya le he hecho gracia al tal Javi. Y anda que no se da poca prisa ni nada en volver y asomarse de nuevo a la cocina... Estoy por tirarle algo de zumo a la cara, a ver si le despeja la vitamina C y acaba de una puñetera vez de pintar, y se larga de casa con el Pancho y el Josefino. Total, que al final, la ciencia infusa me dice que los señores pintores se van a pasar el día dale que te pego a la brocha, a la lengua y al Melendi de los huevos. El tal Pancho es el más normal. Tiene poca facundia (es que siempre tengo que escribir una palabra rara, si no, no me quedo tranquila). Ahora vas y buscas lo de “facundio”, que si te lo explico, me entretengo dos frases más y no tengo tiempo... Total, que Pancho es un pintor silencioso que viene con el grosor de brocha adecuado y se mimetiza con el Buda que tengo al entrar en casa. De pronto, me da por pensar que debe de tener una vida tristísima, todo el santo día aguantando al rumbero y al bocazas, cuando podría estar camino del Tíbet, a punto de conocer al Dalai Lama, que seguro que es el mayor de sus sueños. Pancho Lama. Y en esas ando pensando cuando oigo unos golpecitos que vienen del baño. Voy para allá, porque mi padre y el miedica de las alturas siguen de lo más locuaces y no se enteran de nada. Y descubro que Pancho se ha quedado encerrado en el baño, y está picando a la puerta con los nudillos. Como puede, claro, porque su condición de silencioso no le da para aporrear con los nudacos. Por fin podemos abrir y sale un poco asustado. Se nota que lo ha pasado mal ahí dentro durante unos minutos y ha sudado la brocha gorda, angelico Pancho... Y le llevo un zumo de naranja a ver si se le pasa el susto. Entonces, el tal Josefino lo remata: “¿Se t’ha pasao ya, Pancho? ¡Venga, que es pa’ hoy!”.

Al final acaban y se van. Porque la otra opción era quedarse a cenar, y ni hablar de la peluca. “Adiós, Josefino”. “Cúidate, Pancho”. Y el tal Javi: “¡Nos vemos, guapa!”. “¡Ni en pintura, lumbreras!” –pienso.

Qué descanso, no me lo creo. Toco-toco-to... doña Petarda y don Cojoniano jugando al parchís. Y poniéndose de centollos hasta las trancas.

Eso. Que no me lo creo...

Como en casa en ningún sitio

 

 

 

 

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