¿Se imaginar alguien, en mitad de la función de El montaplatos de Harold Pinter, el viernes 30 de marzo, en el Teatro de Principal de Vitoria, a un espectador—o pareja— interrumpiendo esa función, protagonizada por Alberto San Juan y Guillermo Toledo, para interpelar a este último —tomando como pretexto cualquier parlamento de los muy abundantes en que su personaje Gus se refiere a la hostelería y a sus servicios—, sobre su actuación como cabecilla —loca— del piquete informativo “cierrabares” que el día anterior, 29M, protagonizaba en Madrid amenazas y agresiones a un profesional de la hostelería que defendía su derecho al trabajo y por las que hubo de ir al juzgado a declarar, siendo puesto en libertad el mismo viernes 30 en que actuaba en Vitoria?
Yo, la verdad, no me imagino a nadie montándole un espectáculo en su espectáculo. Y no sólo porque el público teatral vitoriano, domesticado, sea mansueto y pastueño y aplauda cualquier cosa, sino porque el civismo, que tanto nos ha debilitado frente a los energúmenos montacristos , ha hecho ya inconcebible para nosotros un happening de ese estilo: reventarle con una carga de profundidad el “montacargas” a tal Animalario.
Porque el público, más gregario que asambleario, está a merced de la auctoritas moral del actor, que puede integrarlo en su espectáculo, ponerlo en evidencia o ridiculizarlo a su antojo haciendo la función a su costa, pero su hora y media de trabajo en escena —poco habrá podido ensayar él en un piquete, en el calabozo o declarando ante la ley — es sagrada, se paga de antemano y no de forma voluntaria según el mérito subjetivo reconocido a la función o el poder adquisitivo del espectador, y siempre se le aplaude.
Un espectactor que diera la réplica ad hominem — ad homunculum, en este caso—, como don Quijote desbaratándole el retablo de la vieja farsa a maese Pedro, al actor que manda parar —como director de una intervención de agit-pop o guerrilla urbana —, a hostias, el montaplatos de un local de hostelería rehabilitado por un inmigrante —cagüen SOS(Racismo)—, perejil de todas las salsas picantes —y repiqueteantes— y que se sube, después, al escenario de esta ciudad con cara de no haber roto un plato, debiera haberle puesto una gotita de silicona verbal —no importa que haya pasado la Huelga General: la lucha continúa— a El montaplatos —en cuyo sótano va recibiendo su personaje las comandas del antiguo restaurante— para hacerle ver —performance o un match de improvisación—, acto de justicia poética, en su propio terrario, el terror del mobbing —y más por parte del niño mimado de la extrema izquierda totalitaria—.
Difícil actuación, no obstante, puesto que el espontáneo espectautor, sin tablas, se encontraría frente al piquete del espectáculo, cejijunto, con muchas tablas —y leña— dialécticas —y esquizofrenia del actor disuelto en el personaje y/o del personaje, un sicario que aguarda en el sótano del restaurante para salir a matar, y que tal vez haya transferido al actor su pulsión violenta contra el sector de hostelería—, con el auctor intelectual —Alberto San Juan—, o cerebro gris de más de una y de dos actuaciones del descerebrado W. Toledo, y todo el Bestiario que lo acompaña, más la inestimable colaboración de la gran masa pagana retro-progres que —que, tras haber soportado durante largos años intervenciones extemporáneas de actores infiltrados en el público con el fin de descascarillas la cuarta pared, habría titubeado frente a tal posibilidad: otro tópico de las puestas en escena pijo-progres—jalearía al presunto delincuente Toledo desde el montaplateas del patio a los infrateatros de los balcones, despidiendo después , y tras abuchear al héroe interlocutor, con un redoblado aplauso a su villano.
Y es que una sociedad decadente que pone en primer plano y rinde culto a la opinión del servicio, cuya identidad se diluye en su función social, ya sean cómicos —gentes del espectáculo—, cocinillas —la nueva cocina—, chóferes y recogepelotas—pilotos y deportistas—, o buscones y busconas de toda calaña en la prensa delos correveidiles, quizá vea en el plus de compromiso de un actor cuya popularidad le viene de enajenar su identidad en un personaje cuya fama le permite exhibir luego, en un círculo vicioso, su alienación revolucionaria, en lugar del Pinter Pán(ico), del Guillermo el Travieso, de adolescente inmaduro de humorístico hipocorístico, Willy el Niño, que está pa Toledo.
P.D. A estas alturas ignoro si el actor compareció en el Teatro el día citado o no, debido a su ¿falta de profesionalidad? Yo desistí de asistir y no lo sé, “ni me cuidé de saberlo”.