Como un gato apostado tras
una doble ventana
vigilante de los vencejos circulares,
tenso contra el cristal cuando rasan
el balcón
por fortuna
los más revoltosos.
Tras una doble ventana,
aturdido por un silencio minucioso,
puntiagudas las orejas
ausculta del cuenco hueco
el eco rebotado
—la sala de estar,
el dormitorio,
el comedor donde nunca se come—,
contra el batir de alas, el
gorjeo de gargantillas volanderas
confundidos con el chisporroteo
—fuegos artificiales
enlatados—
de una pantalla de televisión
al otro lado de la calle.
Apostado tras una doble ventana
el ascensor sube,
el ascensor baja,
y son más cercanos el bisbiseo del depósito de
un retrete al rellenarse,
unos pasos picudos en un pasillo con prisa,
el olor a sardinas fritas en
aceite requemado
trepando por el patio,
unas voces amortiguadas por decenas de
muros de pergamino,
un teléfono chillón, entre
figurillas estáticas y jarrones resecos.
Todos más fáciles de atrapar que la rauda estela
del oncejo burlón.
Y, como un gato
tras los brincos mudos, tras los tropiezos
persiguiendo sombras de moscardones a reacción,
acabamos
bajando de la repisa de la
doble ventana
para, los pasos gotas
de un grifo mal cerrado,
encaminarnos hacia la comida de
saco, hacia el hocico
hincado en arena sucia
de días, hacia
las caricias
compradas con párpados cansinos,
flojos,
vacíos.