De un tiempo a esta parte, lo más interesante de los periódicos viene condensando en pildoritas. No, no son los grandes titulares los que atrapan mi atención, sino las modestas (o no tanto) columnas de opinión, donde la subjetividad de quien las escribe sirve de tamiz de una realidad apabullante, lacrimógena, catastrofista. Son quizás la realidad ya digerida: trabajo que nos ahorramos. De hecho, de tanto tirar de columna de opinión, incluso me estoy volviendo más culta. No, no estoy más ni mejor informada, pero sí es cierto que tengo la mirada más abierta. Y eso es algo fundamental en un mundo acostumbrado a pensar por cuenta ajena y a mirar por la rendija.
El caso es que hace unos días, leí un artículo de opinión con el que me identifiqué al instante, pues su autor postulaba que los viejos vienen a durarnos demasiado- y quien escribe esto no se tiene por mocita, aviso en mi descargo- y que antes o después los jóvenes empezarán a mirarlos con recelo, adivinando en sus pasos titubeantes una sutil forma de amenaza.
Contaba el articulista que Adolfo Bioy Casares escribió el “Diario de la guerra del cerdo” entre 1966 y 1968, siendo un cincuentón que empezaba ya a experimentar la angustia ante la idea de envejecer. En su novela narraba la historia de un jubilado que vivía aterrorizado por unos misteriosos grupos de jóvenes que se dedicaban a liquidar a todos los viejos que se encontraban por la calle. El jubilado y sus amiguetes eran “cerdos” que se veían obligados a salir al mundo disfrazados con pelucas relucientes, dentaduras postizas y ropas juveniles a fin de disimular la indecencia de su edad. En la novela no quedaban claros los motivos del exterminio, aunque es posible que Bioy Casares encontrase inspiración en los movimientos estudiantiles de los 60, y también en Los Montoneros que actuaron en Argentina en los años 60 y 70, grupos guerrilleros que practicaban el secuestro y el asesinato. El gran acierto de la novela, sea cual sea su fuente de inspiración, es transformar las motivaciones pseudopolíticas en un odio generacional que enfrenta a los jóvenes y a los viejos.
¿Les va sonando la historia? Bioy , consciente de que ya no era joven, adivinaba la frustración y la rabia de los jóvenes de su época, ya que la sociedad en la que vivían estaba en realidad controlada por los viejos, unos “cerdos” que vivían demasiados años y que disfrutaban de unas pensiones y unos servicios sociales que exigían el sacrificio incesante de los más jóvenes. Sospecha una que ya vivimos en los tiempos de la guerra del cerdo, aunque afortunadamente aún no haya empezado la cacería. En Mallorca, donde yo vivo, son frecuentes las esquelas en las que el muerto pasa a mejor vida superada ampliamente la barrera de los ochenta, y en lo que va de año ya he contado a tres personas que superaban el siglo en el momento de su muerte. Si a eso le sumamos un paro del 25% de la población activa- en verano maquillaremos el dato, como siempre, dando trabajo a camareros y transferistas- no me salen las cuentas. Dentro de nada, los jóvenes, que se las ven y se las desean para conseguir un contrato basura aun estando sobradamente preparados, no podrán sostener a una sociedad envejecida que se resiste a morir pero que cada vez demanda más atención y asistencia médica. A la precariedad laboral hay que sumarle el pesimismo que como una aureola brilla sobre nuestras nada santas cabezas, y una incertidumbre insalvable que nos hace creer en cualquier cosa, excepto en el futuro. Por eso empiezo ya a oír, en bares y terrazas, comentarios que celebran la muerte de un octogenario, por aquello de que “a ese no hay que seguir pagándole la pensión”. De ahí a la eutanasia “preventiva”, un paso. Señores, prepárense y cómprense una chupa molona y unos pitillos de colores fluorescentes, que los hay que ya han salido a comprar la escopeta sin otro argumento que su juventud y su desesperación caliente.