—Créame, Doctor. No es por ser la Reina de Francia que me ocurre esto. Es por el gato ese que no me deja ver los titulares de los diarios cuando los pasan por la tele.
—¡No me diga! Todos los gatos son cátaros.
—¿No me escucha, Doctor? Dije gato, no pájaro. El pájaro que trajo mi marido, que en paz descanse…
—¿Murió su marido?
—No. El pájaro. Se lo comió el gato. Es un tirano.
—Pruebe con un pez. Azul es mejor. Los gatos cátaros comen peces azules. Si usted…
—Sigue sin entenderme. Le sugiero que se ponga audífonos. No por ser la Reina de Francia lo sugiero, sino como la paciente mejor ubicada de las que tiene usted.
—El gato intentará comer el pez azul, señora. No me fastidie.
—¿Cómo habría de fastidiarlo si soy paciente?
—Usted déle eso azul al gato.
—¿Queso?
—Pez.
—¿Quiere probar que estoy loca?
—No. Que su gato es pájaro… cátaro.
—Doctor, no vine por el catarro de mi gato. Mi gato se comió al pájaro y ahora habla, porque era un mirlo, que en paz descanse…
—¿Su pájaro?
—No. El de mi marido. Pobre. Ya no vuela como antes.
—¿Piloto de guerra?
—No. Piloto de lluvia, nomás. A veces ángel, pobrecito. Dulce amor.
—Señora retírese. Me tengo que poner a leer los diarios hoy.
—¿Quiere que le traiga a mi gato? Los lee con su ano y los proyecta en su mente.
—¿La de él o la mía?
—Lo hace con la mía. No veo por qué no lo haría con la suya.
—No me interesan las noticias digeridas.
—No las digiere, si es por eso. Se empacha, de hecho.
—Bueno. La sesión terminó. Le recomiendo pez azul a su gato. Tal vez así se ahogue.
—¿Para qué habría de querer ahogar a mi gato?
—¿No la molesta acaso?
—Al contrario, desde que el pájaro me sacó los anteojos y los escondió sabe dios dónde, el gato me saca de un apuro.
—Pero entonces déjelo donde está. Los gatos de porcelana sólo maúllan al amor.
—¡Ay! ¡Qué romántico, Doctor! ¿Quiere bailar un tango a media luz los dos?
—No, mi señora Reina. Soy cátaro, gracias.
—¡Ay, que encanto…! ¡Como mi gato!