La luz. La luz es misterio. La luz es inconcreta, palpitante. La luz no es privativa. Invade todas las estancias aunque tú trates de esconder tu memoria y tus miserias de su presencia. Parece como si quisiera acompañarte, como si quisiera decirte que estás menos solo de lo que tú te piensas, como si quisiera demostrarte el rastro de inocencia que aún conservas en los pliegues de tu cuerpo.
La luz no te engaña. Sólo es tu compañera en las rutas de la soledad, la deseada y la impuesta. Tú quieres escaparte de ella. No quieres sentir su cálida presencia. Presientes que no te la mereces, que deberías descender a los infiernos si las autoridades estiman que aún existe. Que deberías escapar de las sonrisas de los niños, de los corros benefactores de las abuelitas a la caída de la tarde cuando se cuentan sus batallitas, de los buenos trabajadores que al fin de su jornada beben su ganada cerveza en el bar de la esquina, de las mujeres en flor, de las mujeres en la plenitud de su sensualidad.
Eres el lobo. Sediento, hambriento, desesperanzado, miserable. No quieres saber nada de la luz, no deseas que te haga ninguna propuesta, rechazas que te plantee cualquier tibia secuencia con sus halagos térmicos.
No quieres saber nada de ella. La luz es claridad y tú vives en el reino de las sombras, unos metros por debajo de la aparente realidad, allí donde se esconde la suciedad y el envés de los días.
El lobo busca la noche, negación de la luz. El lobo es el perdedor de las rutinas, el quebrantador de las convenciones. La luz busca al lobo. El lobo se esconde de la luz. Huye entre casas cerradas, ventanas calladas, postigos huidizos.
El lobo fue luz. Ahora es penumbra. A veces echa la vista atrás y recuerda con nostalgia cuando otras tardes doradas y mediterráneas la luz le besaba la cara y las piernas, el cuerpo inocente de los desastres futuros.
Y entonces el lobo aúlla su desconsuelo.
La luz aparece y le sonríe.